Cristianos que en un tiempo fueron referentes y hoy son piedra de tropiezo y motivo de confusión. Pero también hay cristianos en quienes se cumple la palabra.
Una de las consecuencias naturales que tiene el avance de la edad es la pérdida de facultades, tanto físicas como mentales, siendo una de las señales de nuestro tiempo el gran aumento de casos de ancianos afectados por la demencia senil y el Alzheimer. Aunque hay factores que pueden prevenir o retardar la aparición de estas temibles enfermedades, también es cierto que hay otros, como el genético, que están fuera de nuestro control. Sin duda, la vulnerabilidad de la vejez se expresa de forma cruda y fehaciente en esos casos. Aunque también existe la contraparte, consistente en ancianos que muestran una lucidez y energía que ya quisieran para sí los de mucha menos edad y así es corriente escuchar la afirmación de ‘firmaría ahora mismo llegar a esa edad en ese estado.’
Pero del mismo modo que existe una decadencia natural, existe también otra espiritual, bajo la cual, aunque el individuo conserve intactas sus facultades naturales, las espirituales han entrado en un proceso de deterioro tal, que es casi imposible reconocerlo. Mas también hay casos en los que el individuo no sólo mantiene su vigor espiritual de antaño, sino que con los años se incrementa. De ahí que sea posible hablar de viejos decadentes y de viejos emergentes, espiritualmente hablando.
La Biblia nos presenta ejemplos en uno y otro sentido. Un viejo decadente fue Elí, el sacerdote que oficiaba en el tiempo de los jueces y cuya complicidad, por su flojera, con el pecado de sus hijos marcó su destino. Aunque el escándalo de sus hijos merecía que fueran quitados del puesto que estaban ejerciendo en el tabernáculo, Elí se contentó con darles una suave regañina sobre su proceder, regañina que no sirvió de nada, continuando ellos en su indigno comportamiento. Esa blandura hacia el pecado fue fatal para Elí, porque precisamente un sacerdote debía vindicar, por encima de todo, la santidad de Dios, por lo cual fue Dios mismo quien juzgó de manera severa no sólo a sus hijos sino al propio Elí también. Es un caso patente de vejez decadente. El hombre que, por su posición, debía ser toda una referencia, se había convertido en toda una connivencia con el mal. Sin fuerza, sin claridad y sin capacidad de reacción, puso antes a sus hijos que a Dios.
Otro caso de viejo decadente fue Salomón. Este hombre que en su juventud fue un buscador de Dios y un amante de sus caminos, siendo engrandecido y bendecido por Dios como ningún otro, cuando llegó a su etapa de vejez se dejó llevar por los caminos cómodos que se le presentaron. Era más fácil seguir la corriente ancha que le rodeaba, que seguir el camino estrecho que Dios le había trazado. Y así fue cómo el que empezó poniendo a Dios en primer lugar en su vida, acabó echándolo y poniendo a los ídolos en su lugar. Nadie hubiera dicho cuando era joven que este hombre podría dar tal giro, pero eso es lo que sucedió. Y no por falta de facultades naturales sino por falta de negarse a sí mismo para hacer la voluntad de Dios. Un viejo decadente, en toda la extensión de la palabra, es lo que acabó siendo Salomón.
Los casos de Elí y Salomón no son resultado de la mala suerte ni de las circunstancias, sino de la propia elección de ambos. No combatir ardorosamente contra lo malo y abandonarse a lo malo fueron las decadentes decisiones que los convirtieron en viejos decadentes.
Pero la Biblia también muestra el caso de viejos emergentes, esto es, personas que al llegar a su ancianidad mantuvieron su vigor espiritual e incluso lo aumentaron. Un ejemplo fue Caleb, aquel hombre que en la etapa de su plenitud como adulto proclamó su fe en las promesas de Dios, frente a todos sus coetáneos, que estaban sumidos en la incredulidad. Pero aquella valiente declaración no sólo fue el producto momentáneo de un instante de valor, sino la continuada determinación a lo largo de cuarenta años, de modo que cuando llegó el momento de la verdad, con ochenta y cinco años a sus espaldas, Caleb reclamó para sí el pelear contra los cananeos y conquistar no la parte más fácil del territorio sino la más montañosa. Este hombre es el prototipo de viejo emergente, que va de menos a más, cuando todo indicaría que lo lógico sería ir de más a menos.
Otro viejo, vieja en este caso, emergente que destaca es Ana, aquella anciana que se presentó en el templo, justo cuando Jesús era llevado por María y José para presentarlo a Dios. Las evidencias de discernimiento y conocimiento espiritual, cuando externamente nada indicaba que aquel niño fuera diferente a otros, muestran que su continuado culto a Dios no era meramente una cuestión de rutina litúrgica o religiosa, sino de avivada devoción que la mantenía en juventud y vigor espiritual, sin importar la avanzada edad que tenía. Y así fue como Ana se convirtió en la primera evangelista de la historia, al hablar de Jesús a todos en Jerusalén.
Viejos decadentes y viejos emergentes. Hoy, como ayer, es posible constatar la existencia de unos y otros. Cristianos que en un tiempo fueron referentes y hoy son piedra de tropiezo y motivo de confusión. Pero también hay cristianos en quienes se cumple la palabra: ‘Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes.’ (Salmo 92:14). A éstos quiero parecerme.
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