Hay cero ateos, ya que los teos (los ídolos) están encumbrados en entronizados pedestales en el corazón de las masas, que les adoran sin cesar.
Recientemente se publicaba una estadística sobre las creencias religiosas, según la cual el número de ateos en España se había incrementado en los últimos años, especialmente entre los más jóvenes, una tendencia que es similar en otros países europeos. De manera que todo indicaría que el peso de la fe en Dios va disminuyendo progresivamente a la par que va aumentando su contraria, la increencia. Así pues, los tiempos en los que el ateísmo era la creencia dominante en los países cuya doctrina política era semejante a la de la extinta URSS, han pasado a la historia y ahora es posible encontrarlo abundantemente en naciones donde antaño apenas era perceptible.
Sin embargo, la tesis sobre el aumento del ateísmo es un engaño, porque estrictamente hablando no hay ni un solo ateo, no ya en España o Europa sino en todo el mundo, porque cada cual tiene su dios, sea de una clase o de otra. De hecho, la realidad es que la proliferación de ídolos está creciendo tan vertiginosamente, que ya resulta imposible albergar en un panteón la innumerable caterva de ellos. La creencia en tales ídolos está bien establecida, habiendo quedado las mentes condicionadas y los comportamientos moldeados por su poderoso influjo. Los hábitos, el tiempo y el modo de vida son elocuentes testimonios de hasta qué punto estos ídolos tienen el corazón de millones bajo su dominio.
Estas nuevas religiones tienen sus profetas, sus templos, sus dogmas y sus rituales, de modo que nada les falta de cualquier religión que se precie. Y por supuesto, tienen sus deidades, a las que sus fieles rinden culto con fervor inusitado. ¿Quién dijo que le religión está en declive? Es al revés. Nunca había habido tal cantidad de entusiastas creyentes.
Por tanto, la conclusión es patente: Hay cero ateos, ya que los teos (los ídolos) están encumbrados en entronizados pedestales en el corazón de las masas, que les adoran sin cesar. De ahí que este mundo sea un hervidero de creyentes… de creyentes en ídolos.
Y de esta manera el mundo actual no es diferente del mundo antiguo, en el que la multitud de divinidades hacía casi imposible sistematizarlas y ordenarlas en un conjunto manejable, existiendo un sin fin de mitos y leyendas, a cual más fabuloso, para intentar explicar los hechos y personalidades de aquellos ídolos que la mente humana había forjado; suponiendo, claro, que fuera la mente humana la inventora y no otra mente aún más tenebrosa la que estuviera detrás. Aquellos mitos y leyendas también servían para explicar el origen del ser humano, lo mismo que ocurre con los mitos y leyendas actuales.
Una de las expresiones que durante mucho tiempo se empleó para burlarse de los cristianos fue la frase de que “nos habían comido el coco”, hasta el punto de que parecía ser el resumen definitivo que sentenciaba la falacia de la creencia cristiana. ¿Quién querría ser el producto de un lavado de cerebro? ¿Habría algo más penoso que estar controlado por una fantasía? Cristianos hubo que llegaron a dudar de su fe y hasta asumieron un complejo de inferioridad, por el que sentían que casi tenían que ir pidiendo perdón por creer lo que creían.
Hoy resulta revelador, además de patético, constatar que es a los seguidores de los nuevos ídolos a los que bien se puede aplicar la expresión de que les han comido el coco, dada la intensidad de penetración en su cerebro que ha adquirido el dominio de aquello a lo que sirven, un dominio que se ha convertido en adicción. Y lo irracional en esa conducta, por no decir lo absurdo, es que la criatura adora a su propia creación, de modo que lo superior se postra ante lo inferior. El producto rinde pleitesía al sub-producto. ¡Qué desatino!
Y así es como lo que en su momento fue ridiculizado, la coherencia de la fe cristiana, por los que se consideraban los listos y expertos por antonomasia, que proponían sus avanzados y modernos sistemas de pensamiento, ha quedado vindicado por la propia chifladura de tales listos y expertos, cuyos vanos frutos han quedado en evidencia.
Cero por ciento de ateos. Cien por cien de creyentes. Esa es la verdadera estadística. En cualquier parte del mundo. Pero hay una división entre el cien por cien de creyentes, al haber un porcentaje que cree en ídolos y un porcentaje que cree en Dios. El punto de partida de una creencia y de otra ya es esclarecedor, porque mientras los primeros se adoran a sí mismos, al adorar lo que ellos han hecho, los segundos adoran al que ha hecho todas las cosas. La ilógica y la lógica de ambos puntos de partida pone a unos y otros en su sitio.
¡Qué descanso es saber que estoy creyendo en quien realmente merece la pena creer!, que dijo: ‘No se avergonzarán los que esperan en mí.’ (Isaías 49:23).
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