En una democracia no se puede gobernar, independientemente de la opinión pública. La búsqueda de consenso y la práctica de persuasión tienen que ser una prioridad para los cristianos que quieran servir a esta sociedad.
Tras la resaca de la campaña electoral, se lamentaba Juan Manuel de Prada en ABC de que “los españolitos se disponían a elegir al demagogo de izquierdas o derechas que los apaciente”. Me llama la atención el escepticismo del intelectual católico más conocido por su oposición al aborto, en contraste con el ingenuo entusiasmo de algunos evangélicos por ese partido que ha hecho de ello su bandera, para atraer al electorado religioso que hace de esto su decisión de voto.
La verdad es que el nuevo populismo conservador no ha cambiado todavía nada la legislación en ese tema, allá donde ha triunfado, pero ciertos grupos siguen siendo fácilmente manipulables, si les dices lo que quieren oír. De eso trata la novela en que se basa la película sobre la perfecta demagogia de El político (1949) populista, Todos los hombres del rey de Robert Penn Warren (1905-1989) –reeditado por Anagrama, a propósito de la nueva versión del filme que hizo Sean Penn–.
Leer estas oscuras páginas puede parecer un ejercicio de cinismo, pero este libro ha abierto los ojos a varias generaciones sobre la ambición que hay detrás del populismo. La realidad humana que palpita detrás de esta sobrecogedora historia de decepción nos desvela los entresijos del alma humana, habitada por pasiones –tanto admirables como vergonzosas, nobles como villanas, altruistas como egomaníacas–. Esa realidad contradictoria que compone ese inmenso rompecabezas de lo que somos.
LA GRAN NOVELA AMERICANA
El personaje de Willie Talos, conocido popularmente como 'The Boss' (El Jefe) está supuestamente inspirado en un gobernador de Louisiana, Huey Long, que fue senador en Estados Unidos a mediados de los años 30. Su historia la cuenta Jack Burden, un historiador convertido en periodista político que se hace la mano derecha de Talos. Sus vidas se entrelazan en el relato de una desilusión que ha inspirado obras como la anónima Primary Colors –llevada maravillosamente al cine por Mike Nichols con John Travolta y Emma Thompson emulando a los Clinton, en la crónica del desengaño del nieto de un luchador afroamericano por los derechos civiles–, que llama a su presidente con el mismo nombre que el gobernador al que sucede Talos: Stanton.
La versión que tan bien traduce Francesc Roca está basada en una edición restaurada que ha hecho Noel Polk de la novela de 1946. En ella vuelve al texto manuscrito de Warren, que llama a su personaje Talos, en vez de Stark –como aparece en las versiones cinematográfica que ha hecho Rossen en 1949 y Zaillian el 2006–. Su título viene de una rima infantil, pero hace sobre todo referencia al eslogan de Long, Cada Hombre es un Rey. Las dos películas se llaman igual que el libro, pero la primera tenía otro título en España: El político. Su nombre fue una imposición del franquismo, que manipuló esta película, ganadora de dos Oscar por la interpretación de la pareja protagonista (Broderick Crawford y Mercedes McCambridge).
La evolución del personaje se ve en la novela en episodios como cuando al principio no consigue que se modifique un proyecto para construir un colegio. Todavía no es consciente del enorme poder que pueden llegar a tener quienes sacan a la luz la despreocupación y demagogia de los políticos. Entonces lo único que parece importarle es el pueblo, porque se siente parte de él. Pero en cuanto los hechos le dan la razón y mueren varios niños por culpa de la negligencia de los que diseñaron y mandaron construir este centro educativo, su popularidad se dispara y asume el papel de mesías, que le ofrecen las circunstancias.
HISTORIA DE UNA DECEPCIÓN
El Jefe no tenía hasta entonces nada de autoritario. Era un abogado idealista y débil candidato a gobernador. Casado, honesto y abstemio, sus nuevas responsabilidades le hacen cambiar. Esta transformación radical le convierte en un personaje carismático, extraordinariamente poderoso. El camino de la corrupción va acompañado de una extraña sinceridad, que le hace verdaderamente temible por su enorme capacidad de seducción. Las versiones cinematográficas no profundizan tanto en el aspecto psicológico, como en las escenas de masas, que Rossen rueda con extraordinaria fuerza y realismo. Zaillian intenta imitarlo al rodearlo continuamente de gente, capaz de provocar continuos conflictos dramáticos.
En la novela, Burden acompaña con su asesoramiento legal al personaje de Talos, en una serie de trapisondas tan indecorosas, que se convierte en todo un experto de submarinismo de alcantarillas. Tal máquina de poder, basada en el patrocinio y la intimidación, le lleva a tapiar sus sentimientos bajo una coraza de cinismo, cuando en otro tiempo vibraba de amor y buenas intenciones. Su andadura política le convierte en un mamporrero de las faenas más sucias. Los protagonistas se ven así enroscados en una dinámica que hace que padres e hijos luchen y conspiren entre sí, amigos deseen a la misma mujer y hermanos se enfrenten en sus opiniones respecto a otro.
El enfoque de esta historia es evidentemente moral. Los manipuladores son manipulados. La gente con principios que abraza la corrupción, recibe a la postre el castigo que merece por sus crímenes. Su final sirve de expiación y catarsis. Todos los hombres del rey es un relato sobre la pérdida, la traición y el arrepentimiento. El supuesto pesimismo de Warren no es por lo tanto más que un reflejo de nuestra capacidad de autoengaño. Nuestras más mezquinas ambiciones se mezclan con los mejores sentimientos en una confusión tal, que ya no sabemos quiénes somos.
¿ES EL PODER EL QUE CORROMPE?
Según la famosa frase de Lord Acton, si “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”. La democracia se ve así, como el mejor antídoto a la capacidad corruptora del poder. Es evidente que la detentación de poder suele degenerar en abuso del poder, pero esa tentación puede florecer en cualquier forma de gobierno. La clave está en la condición moral de quien lo detenta. Por eso Platón consideraba la aristocracia como la mejor forma de gobierno, presuponiendo que los aristoi (literalmente, los mejores) eran personas nobles y sabias.
La división de poderes de la democracia anglosajona está indudablemente influida por el principio puritano de la depravación total del hombre. Esta doctrina, que a menudo se ha tachado de excesivamente pesimista, corresponde sin embargo a la visión realista del hombre que tiene la Biblia. La visión reformada de la depravación total del hombre no significa que el hombre sea tan malo como pudiera ser; si no que no hay aspecto de la vida humana que esté libre de corrupción. A diferencia del catolicismo-romano, los reformadores mantienen que no hay mente, corazón o conciencia, libre de los efectos de la corrupción, que la Escritura llama pecado.
No hay sistema político, por lo tanto, ni autoridad, libre de los efectos del mal. El mejor gobernante no es entonces quien tiene los mejores sentimientos para con sus semejantes, sino quien, conociendo las miserias humanas, trabaja por el bien y la justicia que vienen por esa gracia común que se muestra para con todos los hombres. Jesús dice que “su Padre hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45). No se trata aquí del bien merecido, si no del rechazo a la injusticia. Por eso “el príncipe falto de entendimiento multiplicará la extorsión; más el que aborrece la avaricia prolongará sus días′ (Proverbio 28:16).
¿SIERVOS O REYES?
Pablo habla de los ministros del Estado como “siervos de Dios para hacer lo bueno” (Romanos 13:4). Lo sorprendente es que no está hablando de judíos o cristianos, si no de oficiales romanos paganos. Dios ha instituido el Estado para mantener la ley, el orden, la justicia y el bien. “Lo bueno” implica, por lo tanto, la búsqueda de una protección y un bienestar para todos. La política es ciertamente un juego de poder, pero también una esfera para servir a Dios y a los hombres.
Los evangélicos hoy ya no tienen tantos prejuicios como antes, para entrar en política. El problema es que se mantiene un espíritu de cruzada, que hace que muchos de los que amamos la Biblia seamos conocidos por nuestra hambre de autoridad para imponer las leyes de Dios a todos los hombres. Pero en una democracia no se puede gobernar, independientemente de la opinión pública. La búsqueda de consenso y la práctica de persuasión tienen que ser una prioridad para los cristianos que quieran servir a esta sociedad.
Los grupos de poder, como los dirigentes autoritarios intentan conseguir y usar su poder, sin el apoyo público. Pero lo que provocan es la oposición y el terror, pudiendo gobernar durante muy poco tiempo. La democracia expresa el valor divino de la dignidad que todos tenemos como individuos. Nuestro poder, sin embargo, ha de ser limitado. En una sociedad filosófica y religiosamente pluralista como la nuestra, el proceso democrático se basa en el consentimiento y la solución de conflictos.
¿TRAICIÓN O TÉRMINO MEDIO?
La política consiste en llegar a acuerdos. Buscar el término medio no es abandonar tus principios, sino estar dispuestos de forma realista a aceptar un mal menor, cuando no podemos conseguir todo el bien que buscamos. Perder y ganar es una señal de madurez política. Las decisiones políticas son tremendamente complejas y suponen siempre cierta controversia. Las valoraciones, prioridades y opiniones sobre los resultados a largo o corto plazo, serán siempre diferentes. No es fácil calcular las consecuencias, sobre todo cuando son involuntarias.
En política hay que escoger a menudo entre varios males. Elegir el mal menor no es sacrificar nuestros principios. La sabiduría que nos muestra Salomón en el Primer Libro de Reyes, capítulo 3, se muestra en poder actuar creativamente ante los desafíos a los que nos enfrentamos. En política no hay muchos blancos y negros. Hace falta cierta flexibilidad para poder gobernar.
Es evidente que la política es un juego de poder, que es a menudo dominado por la envidia, el odio, la malicia y la hipocresía. El problema no está sin embargo en el poder, sino en el corazón del hombre. Jesús nos enseña que lo que contamina al hombre, no viene de fuera, si no de dentro de nosotros (Mateo 5:18). Por eso Salomón nos llama a guardar nuestro corazón (Proverbio 4:23). No porque sea inmaculado e inocente, si no “porque de él mana la vida”. La solución para nuestros problemas no está, por lo tanto en el poder, sino en “un nuevo corazón”. Y eso no nos lo dan las leyes, si no el Espíritu de Dios.
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