La política española parece encontrarse cómoda en el espacio de la confrontación y los tonos grandilocuentes, pero olvidadiza de muchas realidades.
“La España rural”, “la España trabajadora”, “la España currante”. Citas, referencias y lemas que han sido utilizados por diferentes representante políticos en algunos de los debates de la campaña electoral para las elecciones generales del 28 de abril. El primero, en referencia a la masa de población que permanece en las zonas de interior y las regiones más apartadas de las grandes ciudades. El segundo, como una especie de representación de una clase media que sigue siendo vulnerable ante la sacudida provocada por la crisis económica de 2008. Y el tercero, para apuntar a todo el conjunto de trabajadores y trabajadoras que sufren la precariedad, ya como resultado de las políticas de empleo aplicadas después de 2008.
Pero más allá de la memoria nominal y circunstancial, de palabra y en medio de un plató de debate, la sensación de desesperación puede incrementarse tras otra campaña electoral que va a pasar sin pena ni gloria, como otro paquete de declaraciones de principios e intenciones que más adelante se utilizarán en los programas de televisión para echar en cara más que probables contradicciones, pero sin la generación de consecuencias prácticas en la vida del país y sus distintas realidades.
En los principales debates de la campaña electoral, los candidatos a la presidencia del gobierno por los cuatro grandes partidos del país no han abordado en profundidad, y a veces ni siquiera de manera superficial, aspectos como la contaminación y revertir el cambio climático, la acogida de personas y la regulación de la inmigración, la concreción de medidas para frenar el tráfico de personas (en un país que es el mayor consumidor de prostitución de toda Europa) o la generación de políticas de convivencia entre diferentes colectivos.
La polarización entre el sí y el no ante diversas cuestiones, como el debate acerca de la organización territorial del país (con los ojos puestos especialmente en Cataluña), el reproche mutuo ante la incidencia de la corrupción en la Administración y los esfuerzos infructuosos por tratar de establecer lo que ocurrirá en caso de un gobierno del opositor, han vuelto a ser los recursos más utilizados en una dialéctica política que deja síntomas de claro estancamiento. De esos que huelen mal y comienzan a tener aspecto de podredumbre.
Un claro ejemplo de olvido político es el debate sobre el pluralismo religioso y la convivencia entre minorías (siendo extensible a otros grupos no necesariamente de carácter religioso). Cuesta creer que dicho olvido haya sido por la ingenuidad de considerar que todo está resuelto en cuanto a esta cuestión. Partiendo de esta base, la discusión acerca de la permanencia de los privilegios históricos (y económicos) de la Iglesia Católica sobre el resto de colectivos religiosos, o la ausencia de éstos últimos en la participación de los debates y las decisiones consensuadas del país, vuelven a poner de manifiesto que las opciones políticas, y las campañas, no tienen una base firme en relación con las diversas realidades del país y que se estructuran alrededor de diferentes ‘patatas calientes’ que van surgiendo, o que se generan a la fuerza.
Esta política recuerda, en parte, a la sociedad de riesgo de la que hablaba Ulrich Beck, donde el individuo puede vivir desarraigado de las realidades que lo rodean, sin implicarse en los procesos que se desarrollan ni en los problemas de origen, simplemente reafirmando su estilo de vida, su propia identidad. En este sentido, cuesta muy poco no encontrar identificación alguna en el panorama político actual. Precisamente porque son las diferentes opciones de ese escenario las que se han encargado de levantar cortinas de humo alrededor de ciertos temas e identidades, como la convivencia entre colectivos religiosos y colectivos que no lo son, para dotar de una relevancia más que relativa a problemas y realidades cuya existencia cuesta encontrar a tal grado por las calles (léase ‘guerracivilismo’).
Resulta más difícil todavía establecer vínculos entre la realidad que nos rodea y las proclamas de plató o de programa electoral. La sensación parece ser, a veces, la de una campaña electoral permanente en la que la acción política queda absorbida ya no por el ideal, sino por la oportunidad. Y en esa oportunidad parece que no cabemos todos. Quizás no querramos caber en mera oportunidades, sino en espacios fundamentados y con relevancia práctica.
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