Ella sintió algo que nunca, ni en ese instante ni pasado el tiempo, supo explicar. Su esposo, con asombro y miedo le pidió que se retirase. No era usual en ella ese tipo de comportamiento.
Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, su esposa mandó a decirle:
–No te metas con ese hombre justo, porque anoche tuve un sueño horrible por causa suya.
Mateo 27:19
Como un pequeño arroyo la sangre, roja clara, corría monte abajo. Bajo el cielo gris oscuro, un cordero sin mancha había sido abandonado a su suerte y era atacado por un grupo de lobos hambrientos en presencia de los soldados del gobernador romano, de los jefes de los sacerdotes y de los ancianos del pueblo que miraban impasibles. Una multitud observaba la escena satisfecha, gustando de los hechos violentos de aquellos animales que sólo sabían actuar en grupo. El entretenimiento era atroz. A la misma velocidad que el fluido, corrían los niños inventando juegos.
Claudia Prócula, esposa de Poncio Pilato, el quinto prefecto de la provincia romana de Judea, se hallaba presente entre el gentío alborozado. Quería gritar a los lobos para espantarlos pero la voz parecía no querer salir de su boca. En medio del sufrimiento, el cordero tenía su mirada clavada en ella, como si desease que lo salvara de aquella injusta matanza. Sintió como si el animal fuese algo suyo y cada mordedura le dolía en su propio cuerpo.
Los soldados apartaron a los lobos antes de que estropeasen la piel de la víctima, aún viva. Remataron el trabajo que las bestias habían comenzado y a jirones la fueron separando de la carne, luego la echarían a suerte y verían cual de ellos se la llevaría a casa.
En perfecta simbiosis, los vestidos de Claudia Prócula se iba manchando de rojo como la piel del animal que moría. Quería quitarse de encima aquella impureza que terminó por cubrirla entera y no podía. Se sentía turbada. Miraba a la gente y la gente también la miraba. La señalaban con el dedo por no querer participar de lo que estaba sucediendo y se le iban acercando para dañarla.
En aquél instante, el ajetreo de la calle la despertó sobresaltada de su ensoñación. Respiró aliviada al verse acostada. ¿Había sido una pesadilla o una premonición más de las tantas que padecía? Prefería estar en su casa de Cesarea pero se veía obligada a viajar a Jerusalén para asistir a las principales fiestas.
Las protestas que se desarrollaban en el patio penetraron en su estancia y la hicieron saltar del lecho. Todavía sentía el corazón golpeándole la garganta a causa del mal sueño.
Se asomó por la ventana. Estaba amaneciendo y el frío intenso reinaba en el aire. Fue entonces cuando oyó como el gentío gritaba agitado:
—¡Crucifícalo, crucifícalo!
Sabía que se referían a Jesús, el profeta de Galilea que había sido apresado la noche anterior. El hombre de Nazaret que se acercaba a los pobres y curaba a los enfermos, el que hacía que los ciegos viesen y los mudos hablasen. Entendió entonces el significado de lo vivido mientras dormía. Aquel cordero indefenso que la miraba antes de ser asesinado entre lobos y soldados delante de la complicidad de la multitud y los principales responsables.
Supo que no tenía tiempo para efectuar sus arreglos personales. Como si de ella dependiera la vida del profeta, llamó de prisa a una de sus sirvientas y la mandó con un recado a Pilatos. Sabía que se hallaba presidiendo el tribunal que juzgaba a aquel inocente.
—Corre y dale a mi marido este recado: No te metas con ese hombre justo, porque toda la noche la he pasado soñando cosas horribles por causa de su inocencia. No permitas que la envidia que le tienen triunfe sobre él.
Pilatos conocía los sueños premonitorios de su esposa y tuvo miedo de condenar al preso. No obstante, ante la presión que los jefes de los sacerdotes y los ancianos ejercían sobre la gentuza que había reunido allí para que hicieran alboroto, preguntó al pueblo:
— Ni el rey Herodes ni yo, gobernador Poncio Pilato, encontramos culpable a este hombre, por eso os pregunto de nuevo, ¿a quién queréis que os ponga en libertad, a Jesús Barrabás o a Jesús a quien llaman el Mesías?
El pueblo respondió:
—¡A Jesús Barrabás!
—¿Y qué debo hacer con Jesús al que llamáis rey de los judíos, qué mal os ha hecho?
—¡Crucifícalo, crucifícalo!, contestaron todos a la primera pregunta excluyendo la segunda.
Los gritos de los congregados crecían. El gobernador entendió que no podría hacer nada más. Mandó traer agua y se lavó las manos delante de todos diciendo:
—Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre. Es cosa vuestra.
Claudia Prócula se acercaba en ese momento. Aceleraba el paso para llegar hasta donde su esposo se encontraba. Al verse cara a cara con él, se acercó a la vasija, la tomó y la quebró con furia contra el suelo. El agua de la cobardía salpicó a Pilato y a los que se encontraban cerca.
Se hizo el silencio mientras la mujer permanecía firme. Jesús se encontraba muy cerca. Sus miradas se encontraron. Ella sintió algo que nunca, ni en ese instante ni pasado el tiempo, supo explicar. Su esposo, con asombro y miedo le pidió que se retirase. No era usual en ella ese tipo de comportamiento. A continuación, sin mediar palabra, Claudia Prócula le dio la espalda y regresó a sus aposentos. Su talle recto y sus andares calmos disimularon las lágrimas amargas que corrían por sus mejillas.
A partir de esta interrupción, Jesús continuó indefenso ante la ley y el pueblo. Fue azotado, burlado y ultrajado. Pocas horas después moría en una cruz entre ladrones. Resucitó al tercer día y se apareció a muchos.
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