Se calcula que fue la mayor pérdida civil americana de vidas humanas por un acto deliberado, hasta los ataques del 11 de septiembre del 2001.
¿Quién no se ha sentido alguna vez tan cansado de la vida, que quisiera morirse? Jim Jones repite una y otra vez estas palabras en la llamada “cinta de la muerte”, la grabación de la masacre ocurrida hace cuarenta años en Guyana. Aquel 18 de noviembre de 1978 no sólo murió el dirigente del Templo del Pueblo, sino novecientas personas con él. Se calcula que fue la mayor pérdida civil americana de vidas humanas por un acto deliberado, hasta los ataques del 11 de septiembre del 2001.
Fue la última “noche blanca”, un término que Jones utilizaba en los momentos de crisis para evitar la expresión “día negro”, que consideraba racista. Aunque el primer simulacro de suicidio colectivo fue ya en una reunión del comité de planificación en California en 1975 –que Jones dijo a sus dirigentes que habían tomado veneno con el vino que les había ofrecido–, a partir de 1977 todos los miembros del Templo del Pueblo creían que había cianuro en la bebida que les daban “las noches blancas”.
Tras el asesinato del congresista Leo Ryan en el aeródromo, después de ser atacado con un cuchillo por un miembro del Templo en su visita a Jonestown, todos entendían que esto no era una prueba más de lealtad. Se trataba finalmente del anunciado “suicidio revolucionario” –una expresión que había sacado Jones del título de las memorias del fundador de las Panteras Negras en 1973, Huey Newton, que hablaba de la lucha incesante contra la opresión, no del suicidio–, la muerte como protesta en un acto de “conquista revolucionaria”, no como un gesto cobarde de derrota.
¿SUICIDIO MASIVO?
Como Jones creía ahora en la reencarnación –parece que, por influencia de su madre, que tenía ideas espiritistas–, morir no sólo era “dormir”, sino el “paso al otro lado”. En su mente retorcida, presenta la muerte de casi trescientos niños como un acto de “bondad”. Ya que el asedio a la comunidad era para quitarles la tutela de los menores, que serían llevados así a la “esclavitud”. Cuando no tenían edad para poder beber, se les inyectaba el cianuro, que no da ninguna muerte “apacible”, como decía Jones. Es algo brutal, porque produce convulsiones, mientras vomitas sangre y saliva, antes de quedar inconsciente. Lo que provocaba la reticencia de las madres que vieron la muerte de los primeros niños. Por lo que fueron empujadas por los guardias a las enfermeras con las jeringas.
En la “cinta de la muerte” hay sólo una objeción, la de Christine Miller, una agente de bienes raíces que tenía éxito en los negocios en California, pero se ve abocada aquí a lo que considera un acto desproporcionado, la muerte de “mil doscientas personas” –dice–, porque unos pocos se hayan marchado con el congresista Ryan. Pregunta a Jones si es demasiado tarde para ir a Rusia. Y él le contesta con otra pregunta: “¿Nos va a querer Rusia con este estigma?”. Se refiere al asesinato de Ryan. Ella contesta con valor: “Yo no lo veo así, quiero decir que mientras hay vida, hay esperanza”.
La idea de que la muerte de todas estas personas fue un suicidio colectivo viene de la aparición tras la masacre de un psiquiatra de Guyana, residente en Estados Unidos, llamado Hardat Sukhdeo. Aunque no sabía nada del Templo del Pueblo, era un activista contra las sectas que aparece en Jonestown hablando a los medios de comunicación sobre el “control mental” por medios como la hipnosis. Antes de hacerse conocido en los años 80 con el controvertido método de la “desprogramación” –un lucrativo tratamiento conductista que implicaba la ilegalidad del secuestro de adultos–, la especialidad de Sukhdeo –según su currículo– era “el homicidio y suicidio de animales en campos electromagnéticos”. Sus explicaciones no se basaban en ninguna autopsia.
“LA CINTA DE LA MUERTE”
El Templo del Pueblo grababa todos los mensajes de Jones, incluido este último. La cinta llamada Q 042 estuvo mucho tiempo en posesión del FBI, pero ahora es tan conocida que no hay documental o vídeo de YouTube en que no se escuche la grabación. A diferencia de otras cintas, esta tiene unos sonidos fantasmales de fondo y una música que no se sabe de dónde viene. Hay los silencios habituales entre las palabras de Jones, pero continuos aplausos, algunos claramente fuera de lugar. Y se dice algo tan extraño como que lleven al funcionario de la embajada americana en Jonestown, Robert Dwyer, a la Casa del Este, cuando se había ido con el congresista Ryan al aeródromo, donde fue herido.
No hay duda de que se trata de una cinta editada posteriormente. Está claramente montada para dar una impresión, la del suicidio masivo. Las primeras noticias de la masacre hablan de cuatrocientos muertos. Van acompañadas de las fotos de los periodistas que sobrevivieron al asesinato de Ryan. Trescientos miembros del Templo del Pueblo parecían haber escapado, pero luego aparecen novecientos cadáveres apilados en tres capas, uno encima del otro. Los supervivientes que fueron a la jungla, lo que recuerdan, sin embargo, son continuos disparos. En la versión oficial no hay más disparos que los del aeródromo lejos de allí, o el que sería la causa de la muerte de Jones. Sin embargo, la única autopsia en condiciones que se hizo, que fue la de Jones, muestra indicios de haber bebido el cianuro también.
No es extraño que las teorías conspiratorias hayan florecido, ante las preguntas sin respuesta de la masacre de Jonestown. Una de las más populares es la que relaciona a Jones con la CIA, a pesar de ser un comunista convencido. Se habla de sus años en Sudamérica, los viajes a Cuba, la frecuencia de radio que usaba, la cesión de una sinagoga a su iglesia en Indiana y hasta los monos que vendía entonces. Todo ello presenta a Jones como un cínico que utiliza el discurso socialista para infiltrarse en medios radicales y acabar facilitando la muerte de un político con tantos enemigos como Ryan. Otras teorías son tan estrambóticas que presentan a Jones como todavía vivo, aunque su cuerpo fuera incinerado y arrojadas sus cenizas al mar.
Lo que es evidente es que no está claro si fue un suicidio masivo, a pesar del cianuro en una bebida que no es el famoso Kool-Aid de la expresión que luego se hizo famosa. Era una versión barata de otra marca disponible en Guyana. La original es una mezcla en polvo de color rojo con sabor a cereza, que se inventó en Nebraska en 1927 y es ahora comercializada por la casa Kraft. Aunque Jones era el que había escogido el cianuro como el mejor medio para el “suicidio revolucionario”, ahora estaba casi todo el tiempo drogado y ausente de la vida comunitaria. De hecho, eran Carolyn Layton y María Katsaris las que habían asumido la plena dirección de Jonestown.
DESESPERANZA
Parece que hubo varios intentos de la esposa de Jones, Marceline, por hacer cambiar de idea a su marido. Ella trabajaba en la clínica con el médico que había preparado el cianuro, Larry Schacht. Le propuso a Jones que viajara a Rusia con los más jóvenes, que ella se quedaría con los mayores en Jonestown, pero la embajada ponía cada vez más problemas. Aunque Cuba parecía estar dispuesta a darles asilo. La realidad es que Jones había perdido toda esperanza. Su errática conducta iba ahora acompañada de discursos inconexos con una voz apagada, que sólo recordaba su extraordinaria vehemencia de predicador, cuando estaba bajo el efecto anfetamínico de las pastillas que le quitaban el sueño.
Todo indica una profunda desesperanza. La esperanza es la sensación de expectación y deseo que algo pueda ocurrir. La fe en la Biblia, sin embargo, está basada en una “esperanza viva” (1 Pedro 1:3), no como algo vago y probable, sino cierto y seguro. Esa certeza viene de un hecho, no un sentimiento, “la resurrección de Jesucristo de los muertos”.
Si como Miller decía, mientras hay vida, hay esperanza, lo cierto es que es la esperanza lo que da vida. La desolación de Jonestown lleva a abrazar la muerte como la única salida. El Jesús en que supuestamente creía el Templo del Pueblo, ha venido, sin embargo, a traer vida y vida en abundancia (Juan 10:10). Es a Él a quien había olvidado Jones y los militantes de este mundo nuevo, ¡el Único en que tenemos esperanza!
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