Un compañero inevitable del sufrimiento son las preguntas sin respuesta, que se acumulan y golpean y que ahora estarán haciendo mella en sus vidas.
En estos días toda España ha estado en vilo pendiente de las noticias que llegaban de una población de Málaga, donde un niño de dos años, Julen, se había caído en un angosto pozo de varias decenas de metros de profundidad. Finalmente, tras dos semanas de arduos trabajos para rescatarlo solamente se ha podido recuperar su cadáver. El golpe que han recibido los padres ha sido el desenlace de una angustiosa y eterna espera, golpe que se suma al recibido hace dos años cuando perdieron a otro hijo con tres años de edad por muerte súbita.
Todo el suceso ha puesto de manifiesto la capacidad y la limitación que tenemos ante una situación dramática. La capacidad, manifestada en la entrega y sacrificio de decenas de personas competentes que pusieron todo de su parte para rescatar al niño. También todos los medios técnicos disponibles para realizar una obra de gran envergadura y dificultad. La limitación, porque desde el primer momento la misma naturaleza del suceso impuso su férrea ley, que era imposible de retardar o cambiar, aunque siempre se albergaran esperanzas de que así fuera.
Igualmente la tragedia ha mostrado el sufrimiento de unos padres que han perdido a su hijo en circunstancias imprevistas, con el añadido de la incertidumbre y los vaivenes emocionales que les provocó durante días no saber a ciencia cierta cómo iba a terminar todo. Y un compañero inevitable del sufrimiento son las preguntas sin respuesta, que se acumulan y golpean y que ahora estarán haciendo mella en sus vidas. Aquellos que sabemos del poder que tiene la oración, debemos orar por estos padres.
Pero el caso de Julen me ha hecho pensar en otra operación de rescate mucho más difícil, operación que si se hubiera saldado con fracaso habría significado nuestra perdición eterna.
Porque el caso es que la caída de Julen no tiene parangón con la caída en la que todo ser humano ha quedado atrapado, por causa de aquella primera Caída, en el que el cabeza de la humanidad, por propia decisión, se arrojó a sí mismo y arrojó a toda su descendencia. Una Caída que luego cada cual reafirma con sus propias obras. Pero hay una diferencia entre Caída y caídas, al ser la primera el origen de las segundas.
La palabra Caída tiene una importancia primordial en la enseñanza cristiana, siendo la única explicación lógica para el innegable hecho de la calamitosa condición universal del género humano. Es la palabra que aparece seis veces en el pasaje de Romanos 5:14-21, que se ha traducido por transgresión, si bien su raíz procede del verbo caer y por eso me voy a permitir cambiar la palabra transgresión por caída.
Al examinar el término en ese pasaje se desprenden varias verdades capitales. La primera es que ‘por la caída de aquel uno [Adán] murieron los muchos.’ Eso quiere decir que la muerte no es un suceso natural, que ya formaba parte de la creación tal como ésta salió de las manos de Dios, sino que es consecuencia de aquélla primera Caída. Y a partir de Adán todos mueren, independientemente de que hayan imitado o no a Adán, como ocurre cuando un niño de corta edad muere.
La segunda verdad capital es que ‘por la caída de uno reinó la muerte’, de modo que la muerte no es un actor más en el escenario de este mundo, que a veces interviene y a veces no, o que tiene un papel más o menos preponderante. Es el actor decisivo, cuya actuación es determinante, ya que establece el tiempo de actuación de todos los demás actores en este escenario y es inútil pretender quitarle esa autoridad. Una autoridad que tiene por la Caída de nuestro primer padre.
La tercera verdad capital es que ‘por la caída de uno vino la condenación a todos los hombres’ y aquí es donde adquiere tal Caída su carácter terrible, porque no solamente es que el ser humano muere, como mueren los animales, las plantas o las estrellas, sino que muere condenado, lo cual hace de su muerte una muerte doblemente gravosa.
¡En qué panorama tan desolador nos ha dejado la Caída! Pero el mismo pasaje de Romanos nos trae las más grandes buenas noticias que se puedan escuchar. Porque contrapone la Caída de uno a la Justicia de uno. Mientras Adán cayó, el segundo Adán, Jesucristo, se mantuvo íntegro. Y así como las letales consecuencias de la acción de uno repercutieron en los demás, las salvadoras consecuencias de la acción del otro repercuten en los demás. Y de este modo es como la operación de rescate llevada a cabo por Jesucristo consiguió lo que de otra manera sería imposible: Sacarnos del pozo sin fondo donde habíamos caído.
‘La gracia vino a causa de muchas caídas para justificación’ es una frase digna de reflexión. Porque si por una Caída acontecieron todas las consecuencias ya mencionadas, lo lógico hubiera sido que la multiplicación de caídas conllevara la multiplicación de consecuencias letales. Sin embargo, es en medio de esa profusión de caídas donde surge la gracia salvadora, de la cual es portador un hombre, Jesucristo.
‘Por la justicia de un hombre vino a todos los hombres la justificación de vida’, significa que la única manera de obtener la justicia que vivifica es por medio de la justicia perfecta de Jesucristo, lo que muestra que es en vano tratar de fraguar una justicia propia, dado que la verdadera justicia nunca puede brotar de nosotros mismos, siendo un don que se recibe gratuitamente cuando se pone fe en Jesucristo.
‘Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos’, quiere decir que la única manera de librarnos de la desobediencia de nuestro primer padre y de la condenación que nos acarrea, es gracias a la obediencia perfecta de Jesucristo, mediante la cual somos constituidos justos. Constituidos es una palabra que indica estabilidad, firmeza. Y justos es lo contrario de condenados.
¡Gloria a Dios por el evangelio de la gracia de Dios! Una gracia abundante y sobreabundante, que supera la ruina de la Caída.
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