No son las obras las que nos salvan, es la fe, pero esta fe, si es viva necesita ineludiblemente, ser una fe activa en relación con el prójimo.
Los evangélicos nos creemos, o somos, los defensores de la fe, de la “Sola fe”. No creo que haya habido ninguna confesión religiosa en el mundo que haya hecho un énfasis tan grande en la fe como única forma de salvación. No cabe duda que la Biblia avala estos posicionamientos, pero no está demás que nos hagamos también algunas reflexiones desde la misión diacónica de la iglesia.
Algunas luces rojas: La Biblia nos enseña que la fe, sin acción ni compromiso práctico, es algo que acaba por morirse y dejar de ser. Muchas veces se cita a Santiago con aquella frase tan dura que dice que “la fe sin obras es una fe muerta”, pero habría multitud de textos bíblicos que avalan esta afirmación, este posicionamiento. Poco se predica sobre la afirmación del apóstol Pablo cuando dijo que “la fe actúa por el amor”. La fe tiene que ser efervescente, activa, buscadora de justicia, una fuerza que tiende a la práctica de la projimidad, que crece como el grano de mostaza… y que sirve.
Otra luz que anuncia emergencia: La fe viva es la que actúa y se mueve por el amor. Los evangélicos siempre hablamos de la salvación por fe, y es verdad. No debemos dejar de hablar de que “por gracia sois salvos por medio de la fe” y de que “el justo por la fe vivirá”, pero la fe siempre de aquellos que han tenido y tienen la auténtica vivencia de la espiritualidad cristiana, es, debe ser, activa y moverse por el amor.
La fe se prueba también en la misión diacónica de los creyentes: En la Biblia se muestra, en otros contextos, que la fe, para vivir, para respirar, para ser auténtica, tiene que tener obras, actuación y un dinamismo que revierta en el prójimo necesitado. No son las obras las que nos salvan, es la fe, pero esta fe, si es viva necesita ineludiblemente, ser una fe activa en relación con el prójimo y configurando toda la misión diacónica de la iglesia. No hay fe en aquel que pasa de largo ante el prójimo apaleado y, si hubiera fe, caería en la calificación de una fe muerta, aunque quien la tenga sea totalmente religioso. Es condenado como mal prójimo.
Si a la fe le cortamos la dimensión del amor en acción, se muere: Así, el apóstol Pablo, que nos deja toda la doctrina de la gracia, de la justificación, el Apóstol que nos deja la frase lapidaria “el justo por la fe vivirá”, también nos deja, escribiendo a los Gálatas, que “la fe que obra por el amor” (Gálatas, 5:6). Cuando a la fe le cortamos esa dimensión amorosa, obradora y actuante, la matamos o termina por morirse y dejar de ser. La fe también se manifiesta a través del amor. Cuando éste falta, tenemos que replantearnos nuestra fe.
La fe y el amor son conceptos coimplicados: En la Parábola del Buen Samaritano, se muestra como la fe está vinculada al amor. Quizás la fe y el amor las separamos sólo a efectos didácticos, pero son dos realidades coimplicadas y que se necesitan entre ellos. Así, a una pregunta por la salvación, que es el pórtico de toda la parábola del Samaritano, se da una respuesta a través del amor en acción, lo cual implica que el amor es un concepto necesariamente interrelacionado con la fe e imposibles de separar.
La fe necesita del amor, si no, sería fe muerta, y el amor cristiano de la fe porque si no, sería un mero humanismo que podría ser incluso ateo. En la Parábola del Buen Samaritano se ve la idea de una fe actuando por el amor. En la Biblia no hay contradicciones.
Existen las obras de la fe: Por eso la Biblia nos pregunta en el libro de Santiago: “¿De qué aprovechará si alguno tiene fe y no tiene obras?”. Porque existen las Obras de la Fe. Y nos lanza una pregunta tremenda: “¿Podrá la fe salvarle?”. Se refiere a la fe insolidaria, sin acción, pasiva, sin obras. Y, para Santiago, la respuesta sería que no, porque una fe que no nos impulsa a actuar en amor al prójimo y, fundamentalmente, al más desfavorecido, es una fe “muerta en sí misma”.
Fe y amor: Compañeros de viaje inseparables: Es por eso que la misión diacónica de la iglesia, el amor en acción, debería ser considerada como algo esencial, compañero inseparable de nuestra fe, coimplicada con ella, el reverso, la otra cara de la fe. Ambos, misión diacónica y fe son inseparables, la fe y el amor son, imprescindiblemente, compañeros necesarios de viaje.
El hálito vital de la fe: La misión diacónica de la iglesia, el compromiso amoroso con el prójimo necesitado, la actuación a través del amor, se convierte así así en el aliento de la fe, su hálito vital. La respuesta puede estar en la respuesta de Santiago: “¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras?”.
No podemos ser cristianos sólo de fe o sólo de amor: La fe y misión diacónica de la iglesia, la fe y la acción, la fe y el compromiso con el prójimo, se necesitan mutuamente y tienen que ir unidos en la vivencia de la espiritualidad cristiana. Son conceptos coimplicados e inseparables formando parte de la misma realidad cristiana que nos convierte en discípulos de Jesús y que nos encamina por las sendas de salvación. No somos cristianos sólo de amor o sólo de fe. El amor cristiano implica la fe y la fe el amor, aunque la realidad que nos abre a Dios es la fe.
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