Si Dios queda reducido a la proyección del ideal humano, el cielo no es más que el techo atmosférico que nos cobija.
La crítica marxista contra la religión, implantada en el siglo XIX, recoge parte de la herencia antirreligiosa del XVIII. Charles Darwin nace en Inglaterra en febrero de 1849. Karl Marx llega al mundo en Alemania en mayo de 1818. Evolución y marxismo constituyen las dos trincheras desde donde se dispara sin cesar contra las creencias religiosas a partir de la segunda mitad del siglo XIX. A Darwin y a Marx se unen prohombres del pensamiento, científicos, filósofos y sociólogos que hacen de la crítica religiosa su principal estandarte. Con una diferencia: en tanto que la evolución se mueve en el terreno de las hipótesis, en el pudo haber sido así, el marxismo descarga fuertes martillazos contra la conciencia religiosa creyendo que hace un bien a la humanidad.
Es cierto que cuando el joven Marx entra en escena ya hacía tiempo que se había dictado sentencia contra la religión. Los jueces que habían formado el tribunal de última instancia habían sido Feurbach, Strauss y Bouer. Pero Marx insiste, desplegando una energía inusitada contra todo tipo de religión constituida, especialmente contra el judaísmo y contra el cristianismo. Quiere ser él quien dé el último y definitivo tiro de gracia a la religión.
Para Marx, la religión es enteramente obra del hombre. La familia, el Estado, la moral, la metafísica y todo el resto de esas ideologías están supeditadas a la religión, dominadas por ella.
Marx llega para ser su libertador, el verdugo de toda idea religiosa. Su obra Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, escrita entre finales de 1843 y enero de 1844, contiene un pasaje que se ha hecho famoso y que se repite constantemente, por ver en la religión el peligro número uno para la humanidad. Dice Marx: “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio del pueblo”.
¿Qué queda de la crítica de la religión de Marx?”, se pregunta el teólogo suizo Hans Kung. Citando a Luckmann, Kung dice que “apenas hay nada que se haya dado por muerto tantas veces como la religión”.
La religión no puede morir. No morirá jamás. Los caminos de hierro del ateísmo nos llevarían al abismo. El destino humano no es vivir una vida sin religión. La humanidad dotada de sensibilidad espiritual no se dejará aprisionar en esta vida. Siempre creerá en una evolución más allá de la tumba. Lo cual significa que tendrá siempre una religión.
“Todo pasa y todo llega”, escribió Machado y canta Serrat. Ha pasado el siglo de las luces. Ha pasado el siglo de la razón. Ha pasado el siglo de los ataques contra la religión. Y ésta, la religión, sigue viva y viril, alzada en el pedestal humano de la conciencia, presidiendo la vida de todos los días.
Al iniciar el prólogo que escribió al libro La ciudad secular, del teólogo protestante encuadrado en la teoría de la muerte de Dios, Harvey Cox, el jesuita Eusebio Colmer insinúa que “el mundo moderno adquiere cada vez más un rostro secular”. Según Colmer, Cox acaricia este proyecto como una liberación de los prejuicios y ataduras religiosas que rodean al hombre desde la época presecular.
¿A dónde va, qué pretende, cuáles son los objetivos del secularismo? Citando al holandés C.A. Van Peursen, Cox afirma que el secularismo es la liberación del hombre. ¿Liberación de qué? Responde: “Primero, del control religioso, y después del metafísico sobre su razón y su lenguaje”. Ya con pensamiento propio, Cox añade que la sociedad secular “es la liberación del mundo de sus concepciones religiosas y la ruptura de todos los mitos sobrenaturales y símbolos sagrados”.
Y si esto llega a ocurrir algún día, ¿qué nos quedaría? Vaciaría la vida humana de contenido. Si Dios queda reducido a la proyección del ideal humano, el cielo no es más que el techo atmosférico que nos cobija, la existencia empieza y termina en la materia, no existe el alma ni el espíritu, desaparecemos para siempre, definitivamente en el polvo como desaparecen el perro y el cerdo y todo el contenido cristiano sólo vale para dar algún sentido moral a la sociedad.
El riesgo fundamental que amenaza a la ciudad secular de Harvey Cox es el empeño en convertir la ciudad en secularismo. El hombre se desliga del Padre nuestro que está en los cielos. Se basta a sí mismo. Es antártico. Ya no es él quien depende de Dios, sino que más bien le parece que Dios depende de él. En esta desdivinización del mundo, la religión no tiene razón de ser. Así dicen los pobres ilusos.
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