El bosón de Higgs, del que tanto se habla estos días, es una partícula subatómica elemental que posee masa y que, desde hace bastantes años, se venía suponiendo su existencia real por parte del modelo estándar de la física de partícula.
Se trataba de un elemento necesario para comprender todo el intrincado mecanismo de la materia.
Algunos lo comparan a un cemento capaz de unir entre sí al resto de los minúsculos componentes materiales. Sin embargo, hasta el presente ningún experimento había detectado directamente la realidad de tal bosón de Higgs. Todas las esperanzas de encontrarlo estaban puestas en las investigaciones realizadas mediante el
colisionador de hadronesdel
CERN. Finalmente, este centro hizo el
histórico anuncio del hallazgo de una partícula compatible con el bosón de Higgs, el 4 de julio de 2012.
¿Es el bosón de Higgs la partícula de Dios? ¿confirma su existencia o la hace innecesaria? Pues, ni lo uno ni lo otro. Ninguna partícula material que descubra jamás la ciencia puede negar la existencia de Dios, ni tampoco demostrarla. Las cosas del espíritu pertenecen al Espíritu y las del mundo material se entiende estudiando la materia.
Ahora bien, esto no impide pensar a los creyentes que la elevada complejidad, la exquisita perfección y el misterioso orden que muestra la materia en su constitución más íntima, hablan más bien de una sabiduría original que sería la fuente de todo.
El mundo de las partículas subatómicas no puede entenderse mediante los conceptos propios del mundo de los átomos. La antigua concepción reduccionista que afirmaba que la materia y los seres vivos no eran más que la suma separable de sus partes individuales, fue desmentida y sustituida por una visión más holística. Es decir, aquella que defiende que las características globales de los sistemas no pueden comprenderse analizando por separado las partes que los componen.
El viejo materialismo empezó así a hacer aguas frente al repentino temporal provocado por la mecánica cuántica.
¿QUÉ ES LA MATERIA?
La materia resulta cada vez más difícil de definir, manifestándose mucho más compleja y misteriosa de lo que se creía. Es verdad que los átomos están constituidos por partículas como los
quarks y los
leptones, además de los
bosones que son quienes interaccionan entre ellos. Pero la mecánica cuántica que se desprende de la teoría de la relatividad, fusiona las partículas puntuales con los campos continuos. Al mismo tiempo su estado real no queda bien definido hasta que no se hace una observación.
Y, por si todo esto fuera poco, no es posible definir a la vez dónde se halla y lo que está haciendo ninguna partícula. ¿De qué está constituido entonces el universo y nosotros mismos? ¿qué es la materia cuando nadie la observa? ¿podría tratarse de una realidad inmaterial e indeterminada? ¿es la observación de un observador exterior al cosmos la que define la propia realidad del cosmos? ¿sería factible pensar en Dios como en el Creador que nos hace reales mientras nos está observando?
La tarea investigadora debe limitarse a aquellos aspectos de la realidad que pueden ser estudiados por medio de un control experimental y dejar de lado aquellos otros que, por su propia naturaleza, no se someten a dicho control.
Si existe un Dios que ha creado el universo y desea relacionarse con el ser humano, o si éste posee dimensiones espirituales que le permiten buscar a su Creador, es algo que permanecerá siempre fuera de las posibilidades de la ciencia experimental. Realidades metafísicas situadas más allá de las fronteras de la metodología empírica.
Por tanto, el conocimiento científico es riguroso y fiable siempre que se mantiene dentro de sus propios límites naturales, pero cuando se sale de ellos, la ciencia se deslegitima automáticamente y se convierte en pura especulación ideológica. Este es un paso sutil que, por desgracia, muchos divulgadores contemporáneos suelen dar con bastante frecuencia.
Sin embargo, la razón por sí misma no prohíbe la creencia religiosa, como se ha venido diciendo durante tanto tiempo, sino que la sugiere y apunta directamente hacia ella. Aquí resulta pertinente la vieja anécdota del físico, Arthur Eddington, referente al pescador que utilizaba en su trabajo una red de unos diez centímetros de malla (Lennox, J. C.,
¿Ha enterrado la ciencia a Dios? Clie-Andamio, 2003: 27). Al ser preguntado acerca de cómo eran los peces, el hombre respondía con absoluta convicción que todos eran mayores de diez centímetros. Ante la réplica escéptica del transeúnte que insistía en haber visto peces de sólo cinco centímetros de longitud, el pescador respondía convencido: “¡si mi red no lo captura, no es un pez!”. La red de la ciencia tiene un tamaño de malla incapaz de retenerlo todo. Pero, incluso el estudio minucioso de lo que sí puede retener, apunta a la existencia de una mente cósmica.
LA FÍSICA CLÁSICA, OBSOLETA
La física clásica entendía la materia como si ésta fuera un medio continuo que en ocasiones podía ser sólido, elástico o incluso viscoso, pero siempre ininterrumpido. Más tarde se empezó a creer en la naturaleza atómica de la realidad.
La materia dejó de verse como algo continuo para entenderse de forma granular y así la palabra griega,
átomo, que significaba
indivisible, sugería que el mundo estaba formado por pequeños bloques materiales que no podían ser destruidos. Sin embargo, mucho después, el progreso del conocimiento permitió comprender que los átomos estaban a su vez constituidos por partículas todavía más pequeñas como los
electrones que giraban a la velocidad de la luz alrededor de un núcleo formado por protones y neutrones.
La realidad última de la materia se fue haciendo cada vez más minúscula hasta que, durante las tres primeras décadas del siglo XX, se comprobó que también los protones y los neutrones estaban formados por partículas mucho más pequeñas, denominadas
quarks. Hoy la física nuclear ha descubierto estructuras todavía más reducidas, que deben medirse por medio de escalas mil millones de veces más pequeñas.
¿Existe algún límite a tal empequeñecimiento de lo material o, por el contrario, esta tendencia continúa hasta el infinito?
El famoso físico inglés, Stephen Hawking, ha comparado la progresiva disminución de escala que experimentan las partículas subatómicas, con las populares muñecas rusas que se destapan y contienen en su interior otras más pequeñas. De la misma manera en que, al final de la serie, se llega a una muñequita que ya no se puede destapar, así ocurriría también con las partículas ínfimas de la materia.
“Al final, se llega a la muñeca más pequeña, que ya no es posible abrir. En física, la muñeca más pequeña es la llamada escala de Planck. Para sondear distancias más pequeñas necesitaríamos partículas de energías tan elevadas que se encerrarían en agujeros negros. No sabemos exactamente cuál es la longitud fundamental de Planck [...], pero podría ser del orden de un milímetro dividido por cien millones de billones de billones. Los aceleradores de partículas capaces de sondear distancias tan pequeñas tendrían que ser tan grandes como el sistema solar, y por lo tanto no podemos construirlos”. (Hawking, S.W. El universo en una cáscara de nuez, Planeta, Barcelona, 2002: 176)
Parece pues que, en definitiva, existe un límite para el tamaño de las partículas materiales. Los minúsculos ladrillos de la materia se forjarían dentro de la reducida escala de Planck.
Por tanto, ¿está la ciencia actual en condiciones de responder a la pregunta acerca de qué es la materia o cuáles son los constituyentes fundamentales del universo? La física contemporánea considera que en el cosmos coexisten cuatro componentes básicos que son: materia, radiación, espacio-tiempo y vacío. Todo lo que ocurre en el universo material, desde el movimiento de los electrones al de los astros, pasando por la polinización de las flores e incluso el funcionamiento de las neuronas en el cerebro humano, absolutamente todo depende de la interacción entre estos cuatro factores.
En la actualidad, el modelo estándar de la física de partículas materiales reconoce un catálogo formado por 18 tipos distintos de quarks (6
sabores x 3
colores), que darían lugar a todos los protones y neutrones que hay en el núcleo atómico, y además por seis
leptones, divididos en tres generaciones con sus respectivas antipartículas, que constituirían a los electrones, entre otros componentes importantes. Los leptones se denominan:
electrón,
muón,
tau y sus respectivos
neutrinos. La función del electrón es bien conocida, da vueltas a gran velocidad alrededor del núcleo atómico y mediante su carga negativa conforma todos los átomos de la materia. Sin embargo, los otros dos continúan siendo un misterio. El muón pesa doscientas veces más que el electrón y el tau unas tres mil quinientas veces más, pero no se sabe todavía en qué consiste la función de ninguno de ellos en el interior de los átomos.
Tampoco se comprende por qué los neutrinos se orientan siempre hacia la izquierda (
levógiros) y no indistintamente como cabría esperar según las predicciones de la teoría especial de la relatividad. El hecho de que no existan neutrinos que se orienten hacia la derecha (
dextrógiros) revela una asimetría fundamental en la estructura de la materia que resulta difícil de explicar. Tampoco se sabe si poseen masa o no y si, en el caso de tenerla, tal masa podría ser la misteriosa
masa-energía oscura del universo.
Algunos investigadores ven en la existencia precisa de estos seis grupos de quarks más seis tipos de leptones, una especie de conjuro misterioso que la naturaleza ejercería sobre sí misma para no descontrolarse. Es decir, se prefiere creer en una misteriosa sabiduría panteísta inherente a la materia del mundo natural, que aceptar la existencia de un Creador sobrenatural que lo ha planificado todo de manera inteligente. Pero lo cierto es que cuanto más conocemos la materia, más misterio nos genera y más difícil se nos hace creer que se haya originado a sí misma, sólo por medio del azar o la casualidad. Hay tanta sofisticación, misterio y perfección en las leyes de ese micro-mundo de las partículas subatómicas que nos parece absolutamente razonable creer que detrás de todo ello existe la acción de una mente sabia que empapa y, a la vez, trasciende al universo.
Ante la cuestión sobre si tiene sentido hoy, frente a la ciencia del tercer milenio, creer en la resurrección de Jesucristo y en el poder milagroso que refleja toda la Escritura, puede afirmarse que los descubrimientos de la física cuántica no impiden la fe trascendente, sino que se abren a las posibilidades de la metafísica. El mundo de la materia ha dejado de ser aquella cárcel del espíritu, a que se referían los místicos españoles, para empezar a mostrar todas sus potencialidades ocultas.
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