¿Habremos olvidado las obras de la fe?
A veces decimos que en nuestras iglesias evangélicas, hablando en general, tenemos muy poca liturgia. Pudiera ser verdad que nuestro fuerte no sea la práctica del ritual de signos externos. Sin embargo, yo creo que, en ocasiones, en nuestras líneas de celebración de cultos, nos encerramos en palabras. No sería malo dejarse encerrar por La Palabra, así con mayúsculas, la Palabra de Dios. Lo malo es que, muchas veces, nos dejamos encerrar por nuestras propias palabras que usamos de una manera más o menos litúrgica.
No es que sea malo dejarse llevar por la reflexión sobre La Palabra de Dios. Al contrario, es necesario, bueno e imprescindible. Lo menos positivo es que sin darnos cuenta, a veces nos enredamos en nuestras propias palabras en las que también nos introducimos en formas de lenguaje que acaban siendo para iniciados. Hablamos de cosas preciosas, muchas veces a favor de los pobres y desfavorecidos, de los sufrientes del mundo. Reflexionamos sobre la misericordia, sobre la fe y sobre el amor con palabras sublimes que intentan llegar al corazón, al alma, a la mente, a la sensibilidad, a nuestras emociones.
Sí. Muchas veces tenemos palabras que reflejan cierta empatía y preocupación por los sufrientes de la tierra, nos gustaría comunicarlo con palabras angélicas, directos al corazón. Lo que pasa es que yo creo que ni el amor, ni la fe, ni la vivencia de la espiritualidad cristiana se dejan encerrar sólo en palabras que pueden ser rechazadas por Dios como verborrea cuando no somos consecuentes en la acción. Es como si estos conceptos nos pudieran gritar pidiéndonos que no los encerráramos en palabras bellas, sublimes, angélicas. Quizás sea que todo esto toma valor y vigencia cuando a las palabras les unimos la práctica diaria de la solidaridad y del amor al prójimo en una praxis de coherencia cristiana.
Así, muchas veces, hablamos y predicamos sobre conceptos que van mucho más allá de las palabras, realidades que no se dejan encerrar por ellas. Es como si estos conceptos nos quisieran lanzar a la arena de la realidad como si fuera su objetivo y función primaria, acercarnos a los focos de conflicto, a los espacios en donde el prójimo sufre pobreza y exclusión, allí donde el sufrimiento de Cristo encuentra su reflejo humano en los apaleados de nuestra historia.
Las palabras, aunque son sumamente válidas y creemos en la fuerza de la Palabra y de la palabra con minúscula, nuestra palabra, pueden tener, cuando no somos responsables y no seguimos las líneas de un Evangelio integral, un valor teorizante y teologizante pero que, al faltarle el compromiso de la acción, puede mutilar la vivencia integral de la espiritualidad cristiana. Debemos de tener cuidado y ser inteligentes para analizar si es que hemos teorizado todo, hemos, incluso, teologizado todos los términos que se deben a una realidad práctica que debe cambiar el mundo.
Hablamos de la salvación por fe como una experiencia mística, un don de Dios que nos hace diferentes. Pero el amor y la fe siguen sin querer encerrarse en palabras. En todo esto surge la idea del apóstol Pablo: La fe que actúa por amor, un amor activo que nos compromete tanto con Dios como con el prójimo. Una fe-amor que nos demanda continuamente una praxis.
Nosotros tendemos en nuestras reflexiones y predicaciones a encerrar el amor o la fe en palabras bellas, excelsas, místicas como si sólo fueran experiencias internas, individualistas. Pero, en el fondo, estos conceptos están clamando para que no se les encierre exclusivamente en palabras. Quizás ni siquiera prioritariamente. Los definimos con palabras a efectos didácticos para entendernos, pero de nada sirven si no se llevan a la práctica diaria en el seguimiento a Jesús.
Imaginaos a la fe y al amor diciendo que no los encerremos en palabras, que les dejemos abierta la espita hacia la praxis, hacia la práctica del amor, hacia el “haz tú lo mismo” de la parábola del Buen Samaritano. Parábola de fe en acción, una fe que se ejecuta en el mundo a través del amor y de la práctica de la justicia.
Ahora tengo que decir: ¡Cuidado! Que nadie piense que en este artículo estamos contraponiendo la fe a la praxis cristiana. Al contrario, las estamos relacionando y uniendo como si fueran las dos caras de una misma realidad que es el Evangelio integral, la vivencia completa y práctica de la espiritualidad cristiana.
No sé si os acordaréis del libro que publiqué hace ya varios años en CLIE: “Diaconía. Las obras de la fe”. Se trataba de ver, de forma consecuente, las consecuencias de una fe viva que no se deja encerrar en palabras, sino que demanda acción a través del amor que se despliega en dos dimensiones en plan de semejanza: El amor a Dios y el amor al prójimo.
Mi única afirmación, quizás un poco crítica, sea el decir que algunas iglesias han recogido con mucha más fuerza una fe encerrada en palabras que la expresada a través de un amor en acción que puede cambiar el mundo. ¿Habremos olvidado las obras de la fe? Si fuera sí, esto haría que cayéramos en la vivencia de un cristianismo cómodo y de autogozo al que hay que darle una nueva dinámica de acción a través de los compromisos de amor cristiano. Debemos mostrar al mundo una fe actuante, un amor que se despliega en hechos, en gestos y en compromisos a favor de los más débiles como práctica de la projimidad que nos enseñó Jesús.
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