Mateo, el evangelio judío (IV): Mateo 3: 1-12.
Mateo da un salto en el tiempo que lleva de la infancia de Jesús a la predicación de Juan el Bautista. Se trata de un paso lógico porque, a diferencia de los evangelios apócrifos fuente de tantas tradiciones e incluso dogmas católicos, los textos bíblicos son austeramente sencillos.
Jesús fue un ser humano totalmente normal durante su infancia, adolescencia y juventud. Tan normal que no tiene sentido detenerse en ese período de su vida sino que la siguiente parada narrativa tiene lugar con la aparición de Juan el Bautista.
La aparición de Juan tuvo una trascendencia que no resulta fácil de comprender hoy. Durante cuatro siglos, Israel había carecido de anuncios proféticos.
Todo parecía haberse secado durante cuatrocientos años, cuatrocientos años, por cierto, que no habían sido fáciles porque habían incluido la profanación del templo por griegos y por romanos y el establecimiento de una monarquía extranjera, la de Herodes, que se confesaba como judía, pero que no le hacía ascos al paganismo.
Sobre todo ello se había elevado el trasfondo de una clase sacerdotal totalmente corrupta que había convertido la casa de oración en una cueva de ladrones.
¿Cuál era el mensaje de Juan en ese contexto? Era claro y contundente: la conversión. Había que volverse hacia Dios porque el reino de Dios se estaba acercando (3:2).
Ese anuncio sencillo y directo era el cumplimiento de la profecía que indicaba que la venida de Dios estaría precedida por una predicación el desierto que insistiría en allanar los caminos del Señor (3: 33). El texto tiene su interés porque anunciaba que era el propio Jehová el que vendría y sería precedido por una voz en el desierto.
Juan vestía de manera austera y llevaba una vida en la que lo material no iba más allá de lo estrictamente necesario (3: 4) y practicaba una ceremonia notable. Los que se arrepentían, reconocían sus pecados y eran sumergidos en el río Jordán en señal de su conversión (3: 5-6).
La ceremonia no tenía nada que ver con lo que muchos creen hoy en día que es el bautismo. En primer lugar, exigía una conversión. A continuación, tras reconocer las culpas, se era sumergido –es el significado del término baptizo que nunca indica unas gotas de agua en el agua como símbolo de que la vida nueva.
El mensaje de Juan no tardó en llamar la atención de las autoridades religiosas. Aunque Juan no hubiera pronunciado una sola palabra sobre ellas, habría resultado obvio que su mensaje chocaba frontalmente con sus posiciones.
Enseñaban, a fin de cuentas, que había que someterse al sistema religioso y que eso pondría a cualquiera a buenas con Dios. Juan, por el contrario, proclamaba que la única vía era la conversión y, llamativamente, no conectaba un paso tan trascendental con los que pretendían presentarse como los representantes de Dios en la tierra.
Para remate, Juan no se estaba callado. Por el contrario, los calificaba como generación de víboras que debía pensar en cómo escaparse de la ira de Dios que iba a venir (3: 7).
Por supuesto, pensaban que el hecho de ser judíos, de descender de Abraham, era suficiente para garantizar su bienaventuranza (3: 8-9). Nada más lejos de la realidad. Dios podía haber realizado un pacto con Abraham, pero eso no concedía una situación de privilegio a ningún judío.
De hecho, Dios podía sacar hijos (benim) de Abraham incluso de las piedras (ebenim). Cuando llegara el juicio no haría diferencia entre unos y otros (3: 10). De ahí, la ceremonia de la inmersión en agua que era propia de los que se convertían a la fe de Israel procedentes del paganismo.
Todos, absolutamente todos, necesitaban volverse a Dios lo mismo si su origen era pagano como si era judío y simbolizarlo con una acción propia del converso del paganismo.
Esa predicación tenía sus paralelos a lo largo de la Historia de Israel, pero contaba con una razón añadida de no escasa relevancia. Juan era consciente de que su papel era, a fin de cuentas, el de un mero portavoz que es lo que son los verdaderos profetas. Él podía llamar a la conversión y simbolizar ese paso sumergiendo en agua a los que lo hubieran dado, pero el importante era otro.
En su caso, alguien que vendría más adelante, tan relevante que él no era digno de llevarle el calzado, alguien que no sólo sumergiría en agua sino también en Espíritu Santo y en fuego (v. 11). El sería a fin de cuentas el que llevaría a cabo los designios de una justicia cósmica (3: 12).
Continuará
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