Mateo, el evangelio judío (III): Mateo capítulo 2
Mateo es un evangelio destinado de manera muy específica a los judíos, pero no es, en absoluto, nacionalista o, como diríamos hoy, sionista. El capítulo 2 es una buena prueba de ello.
Ante el nacimiento de Jesús observamos dos reacciones, una es la de los magos y otra la de Herodes, el rey de Israel.
Los magos no eran reyes –ésa es una tardía tradición medieval– y no podemos tener seguridad de que fueran sólo tres. Eran simplemente habitantes del actual Irán con inquietudes espirituales.
De hecho, pertenecían a una tribu tan centrada en la búsqueda de las esferas sobrenaturales que, con el tiempo, su nombre –magos– se convirtió en un término para designar a los dotados de poderes paranormales.
No deja, desde luego, de ser significativo. Aquella gente, seguramente, no tenía esas cualidades, pero sí que buscaba la Verdad. Buscándola habían observado un curioso fenómeno en el cielo que coincidía con las esperanzas mesiánicas de tantos judíos que se habían quedado en Persia, como vimos cuando examinamos los libros de Esther y de Daniel.
El por qué los judíos estaban especialmente inquietos en esas fechas tiene una causa muy clara. El libro de Génesis contiene una profecía de Jacob que indica que los reyes de Israel procederían de la tribu de Judá, pero no sería así cuando llegara el mesías (Génesis 49: 10).
El único momento de la Historia en que Israel había sido regido por un monarca no procedente de la casa de Judá fue cuando Herodes –de origen idumeo– accedió al trono. De hecho, los esenios de Qumrán abandonaron su monasterio cuando Herodes llegó al poder y es muy posible que lo hicieran en la idea de que el mesías podía nacer ya en cualquier momento.
Aquellos persas no debían ser gente normal ni tampoco cobarde. La visión del astro en el cielo y la época bastaron para que hicieran lo que no hicieron judíos que vivían con ellos: preparar los equipajes y dirigirse hacia la tierra de Israel.
De manera comprensible, los magos se dirigieron a ver al rey de Israel indagando sobre el lugar en que había nacido el mesías (2: 2).
¿Acaso la salvación no venía a través de los judíos? ¡Pues lo suyo es que ellos dieran la información! Sin embargo, la reacción fue muy diferente. En lugar de alegría, hubo una gran turbación (2: 3) y no sólo por parte del rey Herodes –que se pasó su vida eliminando a posibles rivales al trono– sino de toda Jerusalén.
Como en otras épocas de la Historia antes y después, Jerusalén quería seguir viviendo en su autosatisfacción y la posibilidad de un cambio radical le creaba desazón en lugar de gozo.
Herodes era formalmente judío, pero lo que menos le podía agradar era pensar que su reino pudiera ser sustituido por el del mesías. Sí, la idea de un reino de Israel estaba bien, pero, naturalmente, sólo si quien lo gobernaba era él.
Por eso mismo, Herodes no tuvo problema en convocar a letrados para saber dónde debía nacer el mesías y en señalar a los magos que les agradecería que le informaran de dónde estaba. Pero su finalidad no era alegrarse porque la profecía de Miqueas 5: 2 anunciando el nacimiento en Belén se había cumplido sino aprovechar el hecho para deshacerse de aquel que se convertía en un obstáculo para su plácido disfrute del poder (2: 7-8).
Las consecuencias de esas maneras de actuar tuvieron una enorme lógica. Los persas que habían asumido los riesgos de su viaje en busca de la Verdad, la encontraron y fueron objeto de una inmensa alegría (2: 10) y, al poner lo que tenían de valor a sus pies, tan sólo dieron muestras de gratitud por haber encontrado a Alguien que vale más que todos los tesoros del mundo (v. 11).
Habrían regresado a compartir su gozo con Herodes, pero un ángel les advirtió para que volvieran a su tierra sin pasar por Jerusalén (v. 12) y así lo hicieron. También un ángel advirtió a José de que se marchara a un lugar lejano. Como tantos antes y después, el exilio salvó la vida de José, de su esposa y del recién nacido (2: 13-15) cumpliéndose así la profecía de Oseas que indicaba cómo Dios llamaría a Su Hijo desde Egipto como había sucedido antaño con Israel (2: 13-15).
No pudo ser más oportuna la obediencia de los persas y de José porque Herodes decidió asesinar a todos los niños que pudieran ser ese mesías. Es más para no correr riesgos, decidió quitar la vida a todos los que tuvieran de dos años para abajo (2: 16). Como en otros momentos de la Historia, Raquel lloró por sus hijos, como escribió Jeremías, y, de manera bien reveladora, ese llanto no estuvo relacionado con la acción de los no-judíos sino con la de sus propios gobernantes, poco escrupulosos con la sangre de su pueblo para perpetuarse en el poder (2: 17-18).
Sin embargo, Dios cumple siempre Sus propósitos. Herodes, como tantos otros que se han opuesto a los propósitos de Dios, murió. Entonces José regresó a su tierra con el niño y su madre (2: 20).
Roma había dividido el reino de Herodes entre sus hijos porque no encontró ninguno que tuviera la talla suficiente para sucederlo al completo. Arquelao reinaba en Judea y José, avisado, decidió establecerse en Nazaret (2: 23), una circunstancia que permitía a Mateo realizar un juego de palabras entre el nazareno y el nazir o brote, uno de los apelativos del mesías.
Cuando se despoja a este capítulo del oropel de las prácticas navideñas –muchas veces poco relacionadas con los evangelios– las lecciones son bien notables. Dios se ha manifestado en la Historia de Israel. Le entregó lo más precioso, la Biblia que contiene profecías para identificar al mesías que salvaría al pueblo de sus pecados (1: 21).
Pero esa circunstancia ni convierte en eternos parias a los no-judíos ni otorga a éstos una patente de corso para hacer lo que buenamente desean. No eran judíos aquellos personajes, seguramente con un conocimiento más que rudimentario de la Verdad, que llegaron hasta Belén en busca del rey de los judíos. Sí lo eran Herodes y la ciudad de Jerusalén, espantados por la posible llegada del mesías.
Si los judíos eran como José, el hombre íntegro y obediente -tan íntegro y obediente que recibió las mismas muestras de la bondad de Dios que los persas- podrían disfrutar de la salvación de Dios. Si, por el contrario, la rechazaban, no sólo la perderían sino que además se verían inmersos en un curso vital en el que el poder y el derramamiento de sangre caracterizarían más su existencia que la alegría de encontrarse con Dios y Sus acciones.
Partían con una enorme ventaja sobre aquellos que sólo podían contar con la razón y el ansia de verdad en medio de un mundo repleto de paganismo y supersticiones, pero esas ventajas podían ser dilapidadas si el escuchar la Palabra de Dios era sustituido por un autosatisfecho orgullo nacional. Lección impresionante que puede aplicarse a otros pueblos y a otras épocas.
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