El clásico “Huracán en Jamaica” cuestiona uno de los mitos de la Ilustración más aceptados: el de la bondad innata del hombre.
De todos los mitos de la Ilustración, ninguno goza de tan extraordinaria salud como el de la bondad innata del hombre. Afirmar lo contrario, hoy en día es considerado un auténtico sacrilegio. El escritor galés Richard Hughes (1900-1976) se propuso desmontar esta idea en una interesante novela, que la editorial Alba acaba de reeditar en bolsillo. Se llama “Huracán en Jamaica” (1929) y fue llevada magistralmente al cine por el británico Alexander Mackendrick. Es una película de los años 60, protagonizada por Anthony Quinn y James Coburn, publicada en DVD bajo el titulo “Viento en las velas”.
El libro narra las peripecias de un grupo de niños que viajan a Inglaterra en un barco de vela para recibir la clásica educación británica. Al poco de iniciarse la travesía son capturados por unos patéticos bucaneros, que habían logrado sobrevivir en las costas de Cuba, hasta la época victoriana. El mar y la vida a bordo son el escenario sobre el que se proyecta esta melancólica sátira de unos piratas que terminan por ser victimas de sus pequeños pasajeros. La historia suena a comedia, pero es en realidad un drama de extraordinaria crueldad, capaz de erizar la piel al lector más sensible.
HURACÁN EN JAMAICA
El libro se puede disfrutar como un relato de aventuras, pero lo que sorprende es su perfecto análisis de la mentalidad infantil: la capacidad que tienen los niños para vivir el presente, su sentido de la justicia, pero también su crueldad y egocentrismo. El autor estudió en Oxford, donde se licenció en 1922. Viajó por Norteamérica y el Caribe, colaborando en revistas literarias, siendo destinado durante la Segunda Guerra Mundial al Almirantazgo. Los últimos años de su vida los pasó de corresponsal en Hong Kong del Sunday Times. Escribió poesía, teatro, cuentos, libros infantiles y novelas, pero la más conocida es Huracán en Jamaica, que publicó en 1929.
La película es igual de impresionante. El crítico José María Latorre la describe como “inagotable” en un espléndido ensayo de su libro La vuelta al mundo en 80 aventuras. Es un film de estructura clásica, compuesto de tres actos muy bien definidos. Primero, el relato del huracán que destruye la casa de los Thornton en Jamaica, que obliga a los niños a embarcar hacia Inglaterra. Después, el barco asaltado por los piratas, que mantienen prisioneros a los chicos, aun sin quererles hacer daño alguno. Y por últimos, ciertos incidentes fortuitos, que precipitan la captura y ejecución de los asaltantes, siendo acusados falsamente por los niños, que no hacen nada para salvarlos.
Anthony Quinn hace aquí una de sus mejores composiciones, como el capitán Juan Chávez, que salta y revolotea por el barco como un niño, de aquí para allá, riendo y bebiendo. Mientras, la niña Emily (la debutante Deborah Baxter, antes de su penúltimo papel, en El viento y el león de John Milius) conserva en todo momento la fría introspección de la burguesía británica. En medio está Zac, el misterioso James Coburn, que se mueve como un gato, actuando como el espectador que sabe que está contemplando el final de una época, y no puede hacer nada para impedirlo. En el duelo callado entre Chávez y Emily, todo parece determinado.
PRETENDIDA INOCENCIA
La crudeza de esta historia desmonta el mito de la supuesta inocencia infantil. Lo hace de una forma sobria y despojada, en un tono distanciado y cruel, de acuerdo a la extraña lógica de los niños protagonistas. La película está contada desde el punto de vista de una de las niñas, Emily, mientras que el libro está narrado desde la perspectiva omnisciente del autor, los hechos son analizados como con un microscopio, extrayendo sus consecuencias, pero al final el escritor admite su impotencia para penetrar en los secretos de la naturaleza humana.
La película acaba con la niña jugando junto a un lago con sus hermanos, mientras contempla un barquito de juguete que se aleja, arrastrado por la corriente. Es la inocencia perdida. Nadie puede negar la tragedia que la Biblia llama pecado. Es el origen de la muerte (Romanos 5:12-14). Si decimos que el niño no tiene mal alguno, ¿por qué entonces los niños mueren? Nacemos con una naturaleza que nos inclina irresistiblemente al mal. Podemos hacernos ilusiones de nuestra pretendida inocencia, pero nos engañamos cuando idealizamos la infancia como un tiempo libre de toda sombra. La verdad es que los niños no son ángeles. David se da cuenta que es malo desde que nació (Salmo 51:5).
La presuposición de aquellos que niegan el pecado original es que la culpa requiere un ejercicio claro y deliberado de la voluntad de la persona. La Biblia tiene sin embargo una visión mucho más amplía del pecado. Hay pecados de omisión (Santiago 4:17) y pecados inconscientes, que necesitan también del perdón de Dios (Salmo 19:12), ya que están bajo su juicio (1 Corintios 4:4). La Ley establece sacrificios para ello (Números 15:27 ss.). Somos “hijos de la ira” (Efesios 2:3), pero “si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios hará lo que es justo: nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad (1 Juan 1:9).
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