En busca de la autenticidad (3): el interés de Schaeffer no era ganar discusiones, sino personas.
“La apologética final es el amor”, decía Schaeffer. Por esa razón rehuía los debates públicos. Su interés no era ganar discusiones, sino personas. “Cuando hablaba contigo, estaba totalmente concentrado en lo que estabas diciendo –recuerda Dorothy Woodson–, interesado en tu persona. Podías ser la más simple, o la más intelectual del mundo, eso le daba igual”. Para él, lo importante eran las personas.
A diferencia de los actuales debates de apologética como espectáculo, o las actitudes batalladoras de tantos creyentes en las redes sociales, Schaeffer no entendía que se podía dar testimonio de la fe sin interesarse por las personas. “Intentaba dar respuestas sinceras a preguntas honestas”, pero se preguntaba siempre qué había detrás de ellas. Si tuviera hoy que enfrentarse a los nuevos ateísmos, no sólo respondería a sus argumentos, sino que se preguntaría qué hay detrás de la psicología de alguien como Dawkins. Le interesaba la persona.
Sólo una vez aceptó Schaeffer entrar en un debate público. Fue en Chicago con el más controvertido religioso de su tiempo, el obispo radical de California, James Pike. Aunque educado católico, Pike perdió su fe, pero se hizo ministro episcopal, haciéndose conocido en los años 60 por su negación de doctrinas cristianas fundamentales en un libro en que no se avergonzaba del término “hereje”. Pike no sólo defendió los derechos civiles con King e hizo campaña por la ordenación de la mujer en la iglesia, sino que atacó a los obispos católicos por su oposición al aborto y aceptó la homosexualidad de su hijo, que intentó contactar tras su suicidio, por medio del espiritismo.
Si había alguien fácil de atacar para un religioso conservador o un moralista tradicional, ese era Pike. No sólo tenía ideas liberales, sino muchos problemas personales. Fue alcohólico y dos de sus tres matrimonios fracasaron. No sólo su hijo se mató, sino que su hija también lo intentó dos años después, lo mismo que una secretaria con la que tuvo relaciones íntimas durante tres años, antes de convivir con la que sería su tercera esposa, veinticuatro años más joven que él.
Schaeffer, sin embargo, le mostró tanta amabilidad que los cristianos no entendían porque no era más agresivo. El debate no fue sólo conocido por la actitud de Fran, sino porque el obispo dijo cosas que nunca había dicho antes, como su conocida frase de que esperaba recibir el pan de vida de la Iglesia y lo que le dieron fueron piedras. Se quedó tan sorprendido de la humanidad de Schaeffer, que dijo que nunca había conocido a alguien como él. No es extraño que comenzaran una relación que duró hasta la misteriosa muerte de Pike, que desapareció en el desierto de Israel en 1969. Fran no quería ganar discusiones, sino personas.
EL DEBATE APOLOGÉTICO
No es fácil encajar a Schaeffer en una escuela de apologética. El protestantismo se divide desde el siglo pasado en dos escuelas que todavía pugnan por lograr la atención del mundo cristiano. Por un lado, el evidencialismo que se basa en los argumentos tradicionales de la existencia de Dios. Se considera la “apologética clásica”, aunque los evangélicos han añadido a su base en la “teología natural”, su particular defensa de la fiabilidad de la Biblia y la resurrección de Cristo. Por otro, el presuposicionalismo en que se forma Schaeffer con Van Til en Westminster, que enseña que no hay un terreno neutral entre el cristiano y el no cristiano, porque parten de presuposiciones diferentes.
Algunos piensan que porque los primeros libros de Schaeffer tratan sobre apologética – la trilogía que comienza en 1968 con “El Dios que está ahí” y “Huyendo de la razón”, pero continua con “El está presente y no está callado” (1972) –, la crisis de fe que tuvo en los años 50, tenía su respuesta en estas obras. Esto no es así. Como dijimos en el artículo pasado, es “La verdadera espiritualidad” (1971), su respuesta a la crisis. De hecho, la base de su primer libro está ya en notas de 1948. Publica ese año una reseña al comentario que el teólogo de su denominación, Oliver Buswell –que era evidencialista– escribió acerca de la introducción a la apologética de Carnell.
Carnell se hizo profesor del Seminario de Fuller en 1948, tras colaborar con Carl Henry, que era presuposicionalista, como su maestro en la Universidad de Wheaton, Gordon Clark. Igual que Schaeffer, Carnell había estudiado en Westminster con Van Til, antes de doctorarse en Harvard. Fue una de las principales figuras con Ockenga, Henry y Ladd del llamado “nuevo evangelicalismo”, que popularizaría Billy Graham, pero tenía problemas nerviosos. Tuvo tratamiento psiquiátrico y murió misteriosamente. Aceptó una invitación para hablar en un taller ecuménico que organizaban los católicos en un hotel de la bahía de San Francisco en 1967, pero al no aparecer para dar la conferencia, un monseñor subió a su habitación y descubrió que estaba muerto por una sobredosis de pastillas –no se si sabe si por accidente o suicidio–. Tenía 47 años.
La reseña de Schaeffer sobre la crítica del evidencialista Buswell al presuposicionalista Carnell, es interesante, porque busca un terreno común entre ambas escuelas. Ambas concuerdan en que la persona no regenerada no puede ser salva sin el llamamiento soberano de Dios. Necesita la obra del Espíritu Santo. Como en todo lo demás difieren, Schaeffer “sugiere una respuesta al problema”. Es la inconsistencia por la que el ateo no se suicida, aunque vea la vida como irracional. El autor de “Huyendo de la razón” cree que esto es resultado de la gracia común, una doctrina muy importante, pero de la que se habla poco en el mundo evangélico, aunque tiene grandes implicaciones en la vida práctica. Ya que aunque no seamos salvos, vivimos por la gracia del Dios (Hechos 17:25), que da los dones y talentos por los que los cristianos no son los mejores políticos, artistas o profesionales.
Lo que le interesa a Schaeffer no es tanto la cuestión de la conciencia, tan importante para la “teología natural”, sino lo que él llama “el punto de tensión”. Ve su tarea como “quitar el tejado” al “no creyente”, para que vea la inconsistencia de su posición. En esto Schaeffer tiene un planteamiento flexible. Su enfoque varía de una persona a otra. Ve que las presuposiciones son contradictorias, pero busca su experiencia común de la vida. Frente al evidencialismo, insiste que hay un terreno “común, no neutral”, pero ve un lugar para el diálogo, frente al presuposicionalista. Es por eso que a veces se le llama “un presuposicionalista inconsistente”, o “compasivo”, sino “un evidencialista de ideas”, ya que busca la “verificación” de las presuposiciones, como hipótesis que han de ser probadas por su argumentación y experiencia. Es una perspectiva similar a la de Keller en “La razón de Dios”, frente al evidencialismo de McDowell, por ejemplo.
EL DIOS QUE ESTÁ AHÍ
Lo que pasa es que en el contexto hispano no fue muy conocida la obra apologética de Schaeffer, a pesar de los esfuerzos de José Grau. En parte porque su primer libro, “El Dios que está ahí”, nunca fue publicado en castellano. Aparece varias veces anunciado en títulos y listados de Ediciones Evangélicas Europeas, pero Grau nunca lo pudo sacar, ya que las dos traducciones que encargó eran incomprensibles. Según me dijo, los dos textos que le presentaron eran prácticamente ilegibles. Es por eso que el libro que tiene más repercusión en nuestra idioma –va ya por la tercera edición– es “Huyendo de la razón”, su peculiar Historia del pensamiento.
Cuando el controvertido hijo de Schaeffer, Franky, estaba viviendo en L´Abri –la comunidad que Fran inicia en Huemoz (Suiza) en 1955, para intentar dar “respuestas sinceras a preguntas honestas” a quien allí se acerque–, encuentra trabajo en la iluminación del festival de Montreux. Actuaba ese año el grupo de rock Led Zeppelin, cuando Franky observó que el guitarrista Jimmy Page estaba leyendo “Huyendo de la razón”. Al darse a conocer, Page le dijo que el libro de su padre era “muy guay” (very cool). Le contó que se lo había dado Eric Clapton, después de leerlo. Hasta ese punto llegaba la influencia de Schaeffer a principios de los 70.
Lo singular de su obra no es la demostración intelectual de “el Dios que está ahí”, sino su experiencia, que es de lo que habla “La verdadera espiritualidad” –el libro que publicó Logoi en Miami en 1974–. Esto era así hasta en el mantenimiento económico de L´Abri. Fiel a la tradición de sus suegros, que venían de la “misión por fe” de Hudson Taylor en China, Fran no daba a conocer sus necesidades materiales más que a Dios en oración. L´Abri no pedía dinero, sino que pensaban que “Dios pondría en la mente de las personas que Él quisiera, la manera en que debieran compartir su obra”. Es por eso que no hacían publicidad. Ni siquiera tenían folletos al principio. “Dios traería las personas que quisiera y mantendría a las otras lejos”. No había planes, ni reuniones de comité.
La revista Time publicó un artículo en 1960 diciendo: “cada fin de semana los Schaeffer se ven inundados por una multitud de jóvenes universitarios –pintores, escritores, actores, cantantes, bailarines y “beatniks” – que profesan todo tipo de fe e incredulidad. Son existencialistas y católicos, protestantes, judíos y ateos de izquierdas”. Para todos quería ser un refugio, que es lo que significa L´Abri en francés.
En sus conversaciones, Fran se ponía en el lugar donde la gente estaba, para comunicarles la verdad de que Dios existe, como se ha revelado en la Biblia, infinito y personal; que somos pecadores a la luz de sus normas; pero Jesucristo ha venido en el espacio, el tiempo y la Historia; para llevar nuestro castigo en la cruz. Así resumía Edith su mensaje. Esa es la verdad que debemos comunicar en amor, no como un concepto, sino con verdadera emoción. Ya que “el amor encuentra a las personas donde están”, decía Schaeffer. Puesto que “de tal manera amó Dios al mundo que no envió a su Hijo para condenarlo, sino para que sea salvo por Él” (Juan 3:16-17).
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