Si todo acabara con la muerte seríamos los más desgraciados del Universo. Pero no es así.
Aquí terminan los comentarios al Credo apostólico. Son un total de veinticuatro exposiciones bíblicas sobre temas eminentemente doctrinales. El último de estos temas tiene que ver con la vida eterna. El Credo termina con esta frase: "Creo... en la vida perdurable, amén".
Para el creyente hay una vida perdurable. Existe una vida eterna a donde desembocamos tras la muerte. Esta vida no cumple los objetivos de Dios ni satisface nuestros anhelos de inmortalidad.
En la catedral de Toledo, que tan magistralmente describiera Blasco Ibáñez, junto a la Custodia de 200 kilos, de los cuales 16 son de oro puro y el resto de plata dorada; cerca del cuadro pintado por el Greco que representa a los doce apóstoles y que según Gregorio Marañón usó como modelos a doce locos del manicomio, está la lápida mortuoria del Cardenal Puertocarrero, que fue consejero de Carlos II, según explican los guías de turno, esos hombres que todo lo saben. Llama la atención la inscripción que figura en la lápida: "Aquí yace polvo, ceniza y nada". Esta inscripción estaría mejor sobre la tumba de Voltaire o sobre la de Nietzsche, pero no sobre la tumba de un creyente. Porque en la tumba, pese al polvo y a la ceniza, siempre queda "algo"; algo que en el día de la resurrección se transformará en un cuerpo glorificado que vencerá a la muerte, romperá las losas del sepulcro y saldrá triunfante para recibir al Señor en el aire. Son el materialismo y su filosofía negativa los que pretenden limitar nuestra existencia a las profundidades de una tumba tan negra como su misma doctrina. Son los modernos apóstoles del materialismo quienes quieren hacernos creer que la vida del hombre acaba con la muerte, que la vida debe regirse por la llamada filosofía del estómago, sin más preocupación que la de comer, beber y pasarlo bien. El creyente siente que todo su ser se rebela, se subleva ante inscripciones mortuorias que tienen un mensaje de desesperanza, de final. Como hiciera el gran astrónomo francés Camile Flammarion ante la tumba de su amigo Maron, dan ganas de gritar al mundo: "Señores: si esta tumba es el fin último de la existencia, y la última palabra de cuanto es, la creación no tiene entonces sentido, y el Universo infinito, con sus soles y sus lunas, con todos sus seres y todas sus luces y todas sus esperanzas, tendría menos sentido que la acción misma del perro y de la hormiga". En la tumba queda algo más que polvo y ceniza. Tras la tumba queda la esperanza gloriosa de la resurrección, el amanecer de una nueva vida con Dios o la tristeza de una condenación eterna. Si todo acabara con la muerte seríamos los más desgraciados del Universo. Pero no es así. Como Job, el creyente tiene la seguridad de que un día, cuando el fin de los tiempos se acerque, con sus mismos ojos ha de contemplar a Dios, aunque el polvo y la ceniza invadan la tierra.
La promesa de Cristo al ladrón de la cruz: "Hoy estarás conmigo en el paraíso", es la mayor garantía que tenemos de una vida eterna.
Si la vida eterna fuese una mentira, Cristo no habría infundido vanas esperanzas a un hombre que estaba al borde mismo de la tumba. Sus palabras no fueron palabras de consuelo. En la Cruz mantuvo lo que siempre había creído y proclamado: que hay otra vida más allá de ésta. Una de sus más contundentes y claras afirmaciones al respecto es la que transcribe Juan en su Evangelio. Hablando con los discípulos, el Señor les dijo: "No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy vosotros también estéis" (Juan 14:1-3).
La casa del Padre es la vida eterna. Allí, las moradas para el creyente son incontables. Y si la eternidad fuera una mentira, si no hubiera cielo, ni Padre, ni posibilidad de seguir viviendo tras la muerte, Cristo nos lo hubiera dicho. La sinceridad de Jesús no sólo nos convence. También nos abruma.
San Juan asocia la eternidad del Verbo con la Vida eterna. El prólogo del Evangelio que lleva su nombre y el de la primera epístola desarrollan esta verdad. El Verbo, que también es vida, se manifestó para darnos vida eterna y abrirnos el camino que conduce a su posesión. Juan y los demás apóstoles tuvieron la gran fortuna de ser testigos de esta vida. Con sus manos terrenas ellos tocaron, palparon el Verbo de vida eterna.
A un misterio grande sigue otro mayor. Cristo es la vida eterna en Sí mismo, pero es también el medio que a ella nos conduce. Es la fuente de donde el agua brota y el agua viva que apaga la sed. Es la puerta que el Padre abre para darnos paso a la vida eterna. Las palabras de Juan, sencillísimas, al alcance de todas las mentalidades, son de una gran elocuencia: "Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios" (1ª de Juan 5:11-13).
Como se ve por todos estos pasajes del Nuevo Testamento, los apóstoles de Cristo no tenían dudas de ninguna clase sobre la realidad de la vida eterna. Más allá de la muerte física, cuando sus cuerpos bajaran a la sepultura, continuarían viviendo, espiritualmente conscientes, en !as mansiones eternas. ¡Qué convicción tan alentadora para nosotros!
También nosotros podemos decir, con los autores del Credo apostólico: "Creo en la vida perdurable... Amén".
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