Como suele ser habitual en este tipo de ocasiones, la próxima elección del romano pontífice ha provocado ya todo tipo de especulaciones. Personalmente, no soy muy optimista con ese tipo de valoraciones porque no recuerdo haberlas vista coronadas por el éxito en las últimas décadas.
Juan Pablo I fue una verdadera sorpresa, y no menos sorpresa fue su muerte a los pocos días, con un cardenal Tarancón afirmando que el Espíritu Santo quizá se había equivocado en su elección.
Juan Pablo II fue otra sorpresa no menor, por más que luego se hayan construido jugosas teorías sobre el papel de distintos servicios de inteligencia en su elección. Hasta Benedicto XVI no dejó de sorprender, porque no pocos lo descartaban precisamente por su estrecha cercanía a su antecesor. Súmense a éstos casos como los de
Juan XXIII o
Pablo VI y se verá que acertar no es fácil.
Sin embargo, igual que dar con la persona no es tarea sencilla, el perfil resulta más fácil de dibujar.
No voy a entrar en la cuestión de la asistencia del Espíritu Santo porque implicaría adentrarme en honduras teológicas cuyo lugar es otro foro. Quisiera, por el contrario, acercarme a la elección pontificia desde la perspectiva de la Historia y del futuro posible.
La iglesia católica, elaboraciones teológicas aparte, es una monarquía electiva, la elección de cuyo soberano, con el paso del tiempo, ha quedado restringida a un senado de notables. Se trata de una circunstancia muy criticada, pero que, muy posiblemente, es la mejor si se tiene en cuenta los precedentes históricos de la institución.
Por ejemplo, durante las primeras décadas del s. X –desde la elección del papa Lando a la de Juan XI– los papas fueron elegidos por la denominada pornocracia, es decir, por Teodora y Marozia, damas de la aristocracia romana que se ocuparon de colocar a sus parientes en el trono papal. En el siglo XI fueron familias como los Crescencios y los Tusculanos las que designaron al papa, una situación que concluyó cuando el emperador Enrique III decidió acabar con la situación... siendo él quien eligiera al papa.
Clemente II, Dámaso II, León IX y Víctor II fueron designados por el citado emperador. No era la primera vez ni sería la última en que el imperio –o el poder político– nombrara pontífices. De hecho, en 1305 el rey de Francia decidió llevarse el papado desde Roma hasta Aviñón, y allí lo mantuvo hasta 1378.
Cuando el poder de la monarquía francesa quedó debilitado y algunos cardenales adoptaron la decisión de regresar a Roma, la iglesia católica se vio sumida en un cisma en el que dos papas – ocasionalmente más– se estuvieron excomulgando recíprocamente hasta el año 1417.
Visto sobre esas pinceladas que traducen mi ausencia de ánimo de ser exhaustivo, no cabe la menor duda de que la elección por un senado de notables no es la peor solución, aunque no siempre haya resultado ejemplar ni edificante. Ese senado, como históricamente han sido todos los senados, es conservador, enemigo de bandazos y partidario de solucionar los problemas sin provocar innecesarios traumas. La simple edad –y el esfuerzo– de sus componentes los ahorma en esa visión de las cosas. Por añadidura, ese senado –ambiciones, flaquezas y pecados aparte– pretende que la institución a la que sirve mantenga y, en la medida de lo posible, aumente su poder.
Sus decisiones, pues, han constituido un elenco de resoluciones que han conducido al trono papal a personajes dispuestos a pactar con Mussolini y así conseguir un status de jefe de estado para el papa, perdido por la unificación de Italia; o con Hitler, como forma de levantar un valladar frente al temido comunismo.
Los juicios morales sobre esos pasos pueden variar con el paso de los siglos, pero su carácter de muestras de hábil táctica política no se puede negar, siquiera si se recuerda que los pactos de Letrán y el concordato firmado con Hitler siguen estando legalmente vigentes, a pesar del fallecimiento de los signatarios. Partiendo de estas bases, expuestas de la manera más sucinta posible, la pregunta no debe girar –como normalmente se hace– en torno a éste o aquel candidato, sino en torno a las necesidades concretas de la iglesia católica a escala universal. Éstas han variado dramáticamente no desde el Vaticano II, como tanto gustan de decir algunos, sino desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, la iglesia católica pudo conservar su poder político, social y económico al menos en naciones que, tradicionalmente, habían sido católicas. Es cierto que la Revolución francesa significó una amenaza de envergadura para el poder papal, como lo fueron, en general, las revoluciones liberales, pero incluso en Francia el catolicismo conservó un cierto peso social, y hasta dio lugar a alguna corriente de pensamiento interesante.
En Portugal, Polonia, Italia o España logró que no existiera libertad religiosa digna de tal nombre, que sus cuantiosas posesiones se incrementaran incluso a pesar de sufrir desamortizaciones y que la educación, las fiestas e incluso la enseñanza y otras secciones del derecho siguieran en sus manos. La Segunda Guerra Mundial significó un trauma terrible para esa iglesia católica.
El triunfo de las democracias en Occidente implicaba que, más tarde o más temprano, la América hispana y la Europa mediterránea tendrían que abrirse a la libertad religiosa y a la democracia, y que incluso se cuestionarían los privilegios acumulados por la iglesia católica a lo largo de los siglos. Por otro lado, el triunfo del comunismo en el Este implicaba tener que adaptarse a un régimen con el que, a diferencia de con Mussolini o Hitler, difícilmente se podría llegar a una solución concordataria. El estudio de la Historia de esas naciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XX permite descubrir cómo la Santa Sede fue realizando pequeñas concesiones para poder mantener el peso en áreas como los bienes inmuebles, la educación o el derecho de familia y, a la vez, no dar una imagen de intolerable despotismo en la era en que las democracias combatían el totalitarismo comunista.
El propio Concilio Vaticano II fue una bien elaborada línea roja de hasta dónde se podía retroceder en esa dialéctica, pero ni un milímetro más. Así, se podía lamentar "vehementemente" el antisemitismo, pero no condenarlo ni mucho menos reconocer al estado de Israel o considerar legítima su existencia. También se podía hacer guiños al comunismo que esclavizaba media Europa evitando una condena frontal y tendiendo una mano de "coexistencia". Incluso se podía aceptar la libertad religiosa, condenada una y otra vez por los pontífices, pero sin defender la igualdad ante la ley o el final de las situaciones privilegiadas.
Así, velis nolis, en España, en 1967, buena parte de los obispos que prefirieron que la nación perdiera la ayuda del Plan Marshall a tolerar una mínima libertad religiosa tuvieron que claudicar, pero mantuvieron las posiciones establecidas e incluso comenzaron antes la Transición –apoyo a los nacionalismos catalán y vasco incluido– para poder defenderlas incluso tras el cambio de régimen y consagrarlas con los acuerdos con la Santa Sede que sustituyeron el concordato suscrito con Franco.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los resultados de una mínima libertad en áreas como la expresión, el pensamiento o la religión tendrían efectos devastadores para la iglesia católica. Por primera vez en la Historia, fuera de las novelas, claro está, se cuestionó la opacidad de sus finanzas, publicándose detalles sobre el blanqueo de dinero de la mafia, la colaboración con la masonería o las muertes nada ejemplares de los denominados banchieri di Dio.
Por primera vez en la Historia desde la Reforma del siglo XVI, el retroceso de la iglesia católica ante el protestantismo volvió a ser espectacular. En las tres últimas décadas, en toda Hispanoamérica el protestantismo ha pasado, nacionalmente, de uno o dos puntos porcentuales al diez, veinte, treinta por ciento de la población, incluso en algún país se ha dado el sorpasso, existiendo ya una mayoría protestante.
Por primera vez en la Historia, los escándalos sexuales del clero no quedaron reducidos a los relatos de autores como los de
El lazarillo de Tormes o
La lozana andaluza y pasaron a los atestados judiciales, la condena de no pocos sacerdotes, el procesamiento de obispos y el desarbolamiento de diócesis. Por si todo lo anterior fuera poco, el derecho de familia –de forma prácticamente total– y la educación dejaron de estar en manos de la iglesia católica incluso en la Italia donde se asienta la Santa Sede o en la catolicísima España.
En paralelo, una sociedad abierta a otro tipo de corrientes –positivas y negativas– dejó de ver negativamente el abandono de los hábitos de centenares de miles de sacerdotes y religiosos y se convirtió en excepcional el contemplar como un desiderátum que un hijo se ordenara sacerdote o una hija profesara como monja.
La respuesta ante este encadenamiento de desafíos ha sido diversa. Juan Pablo II –tan notable desde otros puntos de vista– optó por no entrar en el espinoso tema de la corrupción eclesial, por tapar los abusos del padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo,
y por no investigar los delitos del clero, a la vez que intentaba reactivar con energía la religiosidad popular. A pesar de su enorme y comprensible popularidad, Juan Pablo II no logró revertir el desplome de las vocaciones ni tampoco contener el avance protestante en Hispanoamérica. Cuando se disipe el recuerdo y se analice más fríamente su pontificado, quizá se llegue a la conclusión de que sólo ralentizó una crisis que –insistamos en ello– no está relacionada con el Vaticano II sino con el avance de la democracia como sistema político. De hecho, durante su gobierno la iglesia católica acabó aceptando un divorcio encubierto de facto bajo la forma de nulidad. Los que han ejercido la abogacía y conocen los tribunales canónicos saben que lo que digo no es una exageración y que lo que antes era un proceso constituido para convertirse en misión imposible, precisamente porque se creía en la "defensa del vínculo", ha pasado a ser un trámite, no muy prolongado ni muy caro, para anular el matrimonio y contraer uno nuevo también canónico. Ciertamente, se trata de una de las más palpables adaptaciones de la iglesia católica al rumbo de los tiempos en sociedades donde ya no podía seguir prohibiéndose, como antaño, el divorcio.
Por su parte, Benedicto XVI procuró mantener el timón de la nave eclesial intentando llevar a cabo una higienización que le impidió realizar Juan Pablo II cuando Ratzinger era sólo cardenal y tratando de contener el desplome aceptando que, más allá de la autoconcedida y autodeclarada superioridad religiosa, la iglesia católica no iba a tener otra. Sus palabras, por ejemplo, aceptando que Lutero tenía razón en su tesis sobre la justificación por la fe o señalando que si un pariente suyo era testigo de Jehová había que atribuirlo a la gelidez espiritual de la iglesia católica son dos –no las únicas– pruebas de lo que afirmo.
Al final, la imposibilidad de llevar a cabo esa necesaria higienización ha provocado la abdicación de un papa que se veía más que comprensiblemente sin fuerzas.
Precisamente por todo lo anterior, el nuevo papa debe tener un perfil que queda restringido a las siguientes opciones:
Un papa americano. América es un continente donde el retroceso de la iglesia católica se ha hecho más palpable en las últimas décadas. Posiblemente no haya sido mayor que en Europa, pero sí es más espectacular, en la medida en que los católicos perdidos no han pasado a engrosar las filas de los descreídos o los laicos sino que se han integrado en una proporción espectacular en las iglesias protestantes. Los intentos católicos para ralentizar esa situación, lo mismo abrazando la revolución que creando nuevos movimientos eclesiales, han tenido escaso eco y, en ocasiones, han sido incluso contraproducentes. Un papa americano, por lo tanto, permitiría intentar una reconquista o, al menos, una fuerte ralentización que redujera la decadencia.
Las posibilidades no son muchas. Un estadounidense podría provocar muchos resquemores, además de la sensación de que la CIA ha amañado el cónclave, y un hispanoamericano, a pesar de su formación, que podría ser extraordinaria, difícilmente se quitaría de encima la imagen de tercermundista para europeos y norteamericanos, una imagen que puede cotizar en ciertos círculos pero que no resulta especialmente conveniente para la iglesia católica. La posibilidad más lógica sería entonces la del cardenal
quebecois al que tantos se han referido en las últimas semanas. Sin embargo, independientemente de su éxito en el ámbito eclesial, la verdad es que esa elección podría ser desastrosa para España. Como católico
quebecois que se precia de serlo –igual que en España los católicos catalanes y vascos, con notables y dignísimas excepciones–, el cardenal contempla con verdadero agrado los movimientos secesionistas y es amigo personal del cardenal Sistach. Si Uriarte pudo conseguir que Benedicto XVI, tan ponderado, suscribiera una declaración en favor del mal llamado proceso de paz, da sudores pensar lo que podría llegar a hacer un
quebecois partidario de los nacionalismos periféricos precisamente cuando las costuras se le saltan al traje nacional español. Es de esperar que los católicos españoles que aman a su patria en este caso concreto eleven sus preces al Altísimo para impetrar un acto de misericordia que impida el evento.
Un papa italiano o, secundariamente, europeo. Descartada América –y no considerando que Asia o África sean opciones–, la salida más razonable sería la de un papa italiano y, suplementariamente, europeo. En el caso del no italiano, las opciones no son tantas. La imagen de un cardenal vinculado a la lucha anticomunista podía ser atractiva en la época de Solidaridad y de Juan Pablo II, pero no resulta tan llamativa en la actualidad. Por otro lado, la de un intelectual centroeuropeo no ha ganado precisamente enteros tras la renuncia de Benedicto XVI. Guste o no, se requiere a un pragmático, y –sin excluir a otros europeos– pocos pueden jactarse tanto de esa característica como los cardenales italianos.
Me consta que semejante esta última decisión resultará discutible para muchos, pero cuenta con una tradición abrumadora.
Un papa italiano frenaría los intentos de higienización de Benedicto XVI, que al final han resultado infructuosos y han creado un enorme malestar en el seno de la iglesia católica. Por añadidura, conocería de cerca una realidad nacional como la italiana, que se está cuarteando, y podría contribuir a frenar su estallido en momentos especialmente delicados. En última instancia, contribuiría a taponar algunas de las vías de agua abiertas por el último pontífice. No arrojaría a los mercaderes del templo, dicho sea en sentido metafórico, pero proporcionaría a la institución un sosiego y una calma que no ha tenido en los últimos años.
Por supuesto, se esforzaría por mantener privilegios que resultan difíciles de defender a estas alturas de la Historia, pero, a la vez, llevado por ese deseo de mantener las aguas quietas, quizá estaría dispuesto a tascar algo el freno a los obispos catalanes y vascos partidarios de los nacionalismos, siquiera para que las olas no entraran en la barca. A pesar de que este perfil incluiría a alguien tan poco del gusto de Federico como el cardenal Bertone y de que me consta que no tendría por qué ser alguien ejemplar, me atrevería a decir que desde una perspectiva nacional –en la espiritual no entro porque no me compete tratarla aquí– sería, con probabilidad, lo más conveniente para España. No es poco si, por esta vez, la Realpolitik vaticana no le resulta a la pobre España como una pedrada en un ojo.
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