La muerte —de quien sea, y por muy enferma que esa persona haya estado— siempre me deja sin palabras. Si quien murió es un figura pública, mi reacción, como la de millones de personas, es la de encender la tele y recorrerla a golpes de control remoto, de un canal de noticias al otro; de un noticiero al de al lado; de un flash informativo a un ciclo con invitados que hablan de lo ocurrido.
Podría decir que es un peregrinaje televisivo en busca de información. Pero creo que, al menos en mi caso, ese zapping frenético es mucho más: es el deseo de que las palabras ajenas me saquen del estado de estupor que me genera la realidad de una muerte. Eso hice anoche, a partir del momento en que se conoció el fallecimiento del presidente venezolano Hugo Chávez.
Numerosas imágenes de Chávez, testimonios, repasos de su carrera pública, móviles desde Venezuela y desde la embajada en Buenos Aires, segmentos de discursos y entrevistas… Todo eso y más se vio en la tele anoche a propósito de lo que fue la noticia del día. Entre tanto material, hubo un breve fragmento de una alocución de Chávez que me impactó sobremanera, tanto como en abril de 2012, cuando el líder venezolano pronunció aquellas palabras y la tele las puso al aire. Recuerdo bien que entonces, el eco de sus dichos machacó mi memoria durante varios días.
Ayer, ese material de archivo volvió a golpearme como si nunca antes lo hubiera visto ni oído. Me refiero al discurso de Chávez durante una misa celebrada en su ciudad natal, Barinas. En rigor de verdad, no fue un discurso, sino un ruego.
El ruego urgente de un hombre enfrentado a la finitud, ya no como un concepto filosófico en el que evitamos pensar, sino como una posibilidad concreta. Fue la plegaria de un hombre que quería seguir viviendo, como todos: los poderosos y los ciudadanos de a pie, los ricos y los pobres, los sanos y los enfermos.
Por aquel entonces, según informaban los medios, Chávez estaba recibiendo radioterapia, tras haberse sometido, 39 días antes, a una segunda operación en su pelea contra el cáncer.
“Dame tu corona, Cristo —rogó Chávez en esa misa—. Dámela, que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida, porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria. No me lleves todavía, dame tu cruz, dame tus espinas, dame tu sable, que yo estoy dispuesto a llevarlas, pero con vida, Cristo mi señor”.
Luego, agregó:
“Y le digo a Dios, si lo que uno vivió y ha vivido no ha sido suficiente, sino que me faltaba esto, bienvenido, pero dame vida, aunque sea vida llameante, vida dolorosa, no importa”.
“Vida llameante, vida dolorosa, no importa”, negociaba Chávez con Dios.
Me conmovió escucharlo. Sí, Hugo Chávez —poderoso, amado por unos y detestado por otros, conocido en el mundo entero, carismático, verborrágico— le decía a Dios que aceptaba de buen grado el calvario de vivir con cáncer si ése era el precio para seguir en esta Tierra.
Más allá de las ideologías, la política o el poder,
Hugo Chávez me pareció entonces la síntesis de la condición humana: queremos vivir, y vivir bien, rechazamos el dolor, las limitaciones, las dificultades y, sin embargo, cuando adivinamos el riesgo del final, rogamos por un día más de vida sin condición alguna; agradecemos incluso una “vida dolorosa”, “vida llameante”.
En el valor de la vida desnuda me dejó pensando aquella vez Hugo Chávez.
Y
ayer, el archivo de la tele me llevó a la misma reflexión: la necesidad de bendecir la vida que tenemos hoy, como quiera que esa vida sea, y por el tiempo que se nos conceda.
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