En todo el recorrido, Dios está siempre presente. Choca mucho a quienes vamos desde esta Europa secular, descristianizada, agnóstica y antireligiosa.
Antes de adentrarnos de lleno en Jerusalén, plena de multitud de rincones y recuerdos, quiero plasmar algo que te va impregnando a lo largo de la visita a Israel.
Como saben, Israel es el nombre que Dios dio a Jacob, con todo el peso que en el pensamiento hebreo tiene el nombre propio. Tras el trato de Dios con Jacob (engañador) recibió la designación de “Pueblo de Dios”.
De hecho, de los hijos de Israel surgen las doce tribus que hasta hoy siguen designando a los herederos de las promesas del Dios de Abraham, Isaac y Jacob.
En todo el recorrido de nuestro viaje, en la vida que rodeaba el trayecto, Dios está siempre presente. Choca mucho a quienes vamos desde esta Europa descristianizada, secular, agnóstica y antireligiosa.
No es sólo ver los llamados “lugares santos” con toda su parafernalia (que tanto nos disgusta a los evangélicos). Es constatar que, a la vez, muestra continuamente a personas meditando en oración, leyendo la Biblia, orando por la comida o compartiendo en público la Palabra con toda naturalidad.
Por supuesto, no esperen encontrar un cerdo, ni vivo ni en forma comestible alguna. Tampoco mariscos. La comida visible es kosher (o casi), y debo decir que sana y rica, aunque uno piense que un buen pan tumaca con jamoncito serrano no es pecado.
Y todo hotel tiene sus ascensores preparados para que no haya que “hacer el esfuerzo” de pulsar los botones en Sabath (con la paradoja que sí se hacen otros muchos esfuerzos mayores). También la comida queda preparada el viernes noche y no hay camareros.
Incluso en la limpieza, en el orden, en la eficiencia de sus cultivos milagrosos en medio del desierto, o industrias limpias, la minuciosidad de sus orfebres, y la reverencia en el Muro de las Lamentaciones (más allá de los típicos judíos ortodoxos) uno capta ese espíritu que rescató la Reforma de responsabilidad, espiritualidad de lo cotidiano y trabajo como bendición. Nada que ver con las zonas no judías, ni con barrios de ciudades españolas.
Pero lo más interesante, dejando todos estos aspectos que pueden parecer o interpretarse como culturales, es la convicción de los ciudadanos judíos.
Cuando visitamos el Museo Amigos de Zion (Friends of Zion Museum), que depende del Gobierno, la visita incluye el paso por una estancia apagada que se va iluminando de forma tenue, en semipenumbra. Allí delante está un enorme mapa en relieve que va de Egipto a Israel. Comienza la voz del narrador a contar, paso por paso, los principales sucesos desde que Israel sale de Egipto hasta poseer la Tierra Prometida. A cada paso, una luz va recorriendo los lugares, encendiendo los puntos principales (la imagen sobre estas líneas es parte de la conquista de Canaán).
El efecto visual es impactante, y el mensaje claro: somos el pueblo que Dios escogió para poseer esta Tierra, Él nos puso aquí y por eso hemos vuelto donde nunca nos fuimos.
Al margen de ideas políticas sionistas y aspectos polémicos que no eludo, sino que aparto, impresiona esta convicción, aunque surge la duda: ¿es sólo un mensaje?
Le pregunté al guía: ¿Realmente los ciudadanos judíos, los diversos partidos políticos, creen esto?
Su respuesta fue: “Sin duda siempre hay quien cree y quien no, pero la inmensa mayoría de políticos y del pueblo está convencido de que es así, con matices, pero sin dudarlo. Si no Israel nunca se habría vuelto a levantar ni sobreviviría como lo hace”.
Es tremendo pensar que es así. Ante tantas naciones que viven de espaldas a Dios, que lo rechazan, uno queda convencido de que Israel vive con consciencia de la presencia de Dios. No santifico, idealizo, ni divinizo con esto a la nación judía, pero tampoco puedo dejar de reconocer con asombro que el sello del pacto de Dios marcó a este pueblo y le sigue marcando a lo largo de miles de años, pese a apostasías, guerras, deportaciones, la Shoah, y este mundo de la posverdad que nos rodea.
Es una más de las impresiones (junto a las que he ido desgranando en este blog) que empapan de un sentido trascendente y sobrenatural lo que uno va viendo y experimentando en este país único y especial.
Y también uno se pregunta; si Israel vive de esta forma e intensidad consecuente a Dios, ¿por qué su iglesia, el cuerpo vivo del que el Jesús resucitado es la cabeza, no tiene esta conciencia, determinación y fuerza unida?
No pretendo contestar (ni puedo). Sólo dejarles mi poema. Shalom.
Olivo truncado de Israel,
injertado de extraños
que beben tu savia,
que arraigan tu piel.
Viejo olivo milenario,
nacido de la luz y el agua,
hijo del fuego y de la zarza
que iluminaba sin arder.
Sí, tú, olivo de la tierra
que abarcas en tus brazos
las alas blancas de la paz
y la noche negra del averno.
¿Cómo no oraré yo, olivo,
este caminante peregrino
de la lejana Sefarad,
por la paz de tu suelo,
de tu amada Jerusalén?
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