No se puede orar si no estamos reconciliados con el prójimo. La oración y el menosprecio al otro, son incompatibles.
Dos oraciones. Un hombre considerado religioso y otro tenido por ladrón, fueron al templo a orar. No estaban muy juntos, sino que estaban distanciados. No obstante, el religioso sí pudo darse cuenta de que cerca de él tenía un compañero de oración. No lo miró mucho porque estaba erguido y henchido de orgullo. Confiaba en sí mismo. Se autojustificaba. Era de los que el Señor dijo que esos “sanos” no necesitaban de médico.
El religioso se creía estar en ese círculo de los puros, de esos autopurificados que despreciaban a los otros. Un religioso que rompía con uno de los polos necesarios para la relación con Dios: el amar al prójimo, al otro, sin importar la situación de éste. Un religioso que, en su ficticia pureza, despreciaba incluso a su compañero de oración. Por eso no es de extrañar que Jesús gritara contra esos religiosos de su época que, autojustificándose a sí mismos, se lanzaban al desprecio del prójimo.
¿Existe este peligro para los religiosos de hoy, para ti y para mí? ¿Podemos estar orando a la vez que despreciamos a nuestro compañero de oración porque es más pobre, inmigrante, de otra raza o etnia, porque lo consideramos más pecador y menos cumplidor que nosotros?
Cuidado con la religiosidad que se apoya en una simple ética de cumplimientos de los rituales religiosos. Cuando esa fidelidad en los cumplimientos del ritual nos hace prepotentes y nos lleva a pensar que somos mejores por nuestros esfuerzos en la práctica de los ritos, podemos caer en el error de henchirnos de una prepotencia que nos lleva a dos horrores: separarnos de Dios y despreciar al prójimo.
El problema de muchos religiosos centrados en el cumplimiento del ritual como si pudieran autojustificarse a sí mismos es éste: el no poder amar ni aceptar a los que considera más ignorantes o más pecadores. Eso nos lleva a la primera oración, la del fariseo prepotente orgulloso de sus cumplimientos del ritual. Era una oración fundamentada en el desprecio, en el odio al diferente, en el orgullo y la prepotencia: “Gracias porque no soy como este ladrón o publicano”. Oraba como sepulcro blanqueado pero carcomido por el desprecio al prójimo.
¡Triste oración! ¡Que no se repita nunca más, Señor! Que tengamos cuidado a no caer en este pecado de orgullo necio. Que nadie llamado cristiano, jactándose de su religiosidad y de sus cumplimientos del ritual, llenemos nuestra alma de raíces despectivas para con el otro al que consideramos inferior a nosotros mismos.
Que nuestra religiosidad nunca nos lleve al odio o desprecio al diferente. No importa que diezmemos más, o que leamos más la Biblia, o que hagamos más oraciones al día que aquel al que minusvaloramos. Que no nos sintamos nunca orgullosos de nuestra religiosidad basada en una ética religiosa de cumplimientos de prácticas religiosas o de rituales que, de no mediar el amor al prójimo, nos separa de Dios.
Si no cumplimos con uno de los requisitos fundamentales como es el amor al prójimo, a tu compañero de oración aunque sea pobre, ignorante o de otra raza o cultura, no ores. No vamos a ser escuchados. No. No, porque se puede orar sin la mediación del templo, pero no se puede orar si no estamos reconciliados con el prójimo. La oración y el menosprecio al otro, son incompatibles. La relación con Dios nunca se da solamente en la verticalidad mirando al cielo, sino que debe tener necesariamente la horizontalidad que mira hacia el prójimo, hacia la tierra.
Si analizamos la postura del religioso, del fariseo de la parábola del Fariseo y el Publicano, veremos algo curioso en sus posturas: el fariseo que despreciaba al prójimo, en su prepotencia y en su religiosidad de fachada, oraba en pie, estirado como sacando pecho jactándose de ser bueno y de cumplir religiosamente. Se autojustificaba, se dirigía a Dios con orgullo y prepotencia.
En medio de esta religiosidad vana se da una consecuencia curiosa: Su oración no salía del techo del templo, no subía a Dios. No era escuchado por el Altísimo. Dice el texto que “oraba consigo mismo”. ¡Terrible consecuencia! ¿Es posible que nosotros también, a veces, oremos con nosotros mismos cuando no tenemos en cuenta al prójimo, cuando le despreciamos, cuando somos insolidarios y no le tendemos una mano de ayuda? ¡Qué triste orar con nosotros mismos! Salgamos corriendo del templo dejando nuestra oración y corramos como locos buscando la reconciliación con el prójimo despreciado y apaleado.
Nuestro prójimo está allí a nuestro lado. Quizás si miras su postura, la de su cuerpo, lo verás diferente. Quizás lo veas algo lejos como si no se considerara digno de estar donde tú estás. Quizás lo veas con los ojos bajados como sin atreverse a adoptar tu postura de estar estirado mirando a lo alto. Quizás te extrañe verlo, a diferencia de ti, golpeándose el pecho de una forma un tanto brusca. Quizás le oigas decir la oración del ladrón, del que es despreciado por muchos, la del estigmatizado. Pue sí: su oración fue ésta: “Dios, sé propicio a mí pecador”.
Humillación, humildad ante Dios. La antítesis del fariseo, pero resultó que el ladrón no hablaba “consigo mismo”. Estaba en comunicación con el padre en humildad. Estaba contactado al Ser tres veces santo, en línea con el Dios del perdón. ¿Con qué oración te quedas? ¿Con qué oración nos quedamos los que buscamos la vivencia de la auténtica espiritualidad cristiana?
Nos dice la Biblia que el orgullo y el enaltecimiento religioso nunca triunfan. Nos dice que el desprecio al diferente, al débil, al ladrón, nunca triunfa. Nos dice que el enaltecimiento nos separa de Dios nos mata espiritualmente. Creerse más puro que el otro, sea quien sea, venga de donde venga, sea del color que sea, sea cual sea su situación social o cultural, de raza o de lengua, nos aleja de Dios y nos destruye espiritualmente. ¡Ayúdanos a examinarnos a nosotros mismos, Señor!
Es curioso que al final de esta parábola Jesús ponga una especie de moraleja como nuestras fábulas que acaban con una enseñanza de tipo ético o moral. Pero es algo más que una moraleja. Es una ley espiritual que, en su radicalidad, nos debería hacer temblar ante Dios: “El que se enaltece, será humillado, el que se humilla será enaltecido”. Parábola válida también para los que trabajamos con humillados, ofendidos y despojados y despreciados del mundo. Como hacemos en la Misión Evangélica Urbana de Madrid.
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