Una herida que me une a ti

Las manos entrelazadas reposaban encima de la falda. No se mostraban temblorosas, permanecían pausadas, en quietud, esperando desmayadamente después de haber atusado tantos miedos, de vencer infinidad de obstáculos.

La puerta de la consulta número cinco se abrió. La joven enfermera leyó en alto el nombre del próximo paciente.

Las manos abandonaron su posición inerte y pasaron a formar parte del cuerpo de una mujer marcada por infinitas cicatrices.

Dentro la esperaba el conocido doctor. Este último encuentro daría por finalizada una ardua sucesión de pruebas, de intervenciones quirúrgicas, de dolorosa rehabilitación, de muchas lágrimas.

Mientras el amigable doctor exponía cómo iba ser la próxima operación, la mente de ella voló lejos, a un lugar al que muchas veces había vuelto para resarcirse de su miedo, de su rencor, de un pasado que se empeñaba en perseguirla .

Allí dejó por unos momentos estancada su cabeza releyendo con la memoria el instante en el que espantada huía del fuego. Vio sus manos ardiendo como si fuesen antorchas, volvió a recordar el horrible olor de su propio cabello quemado, aquel calor insoportable en el rostro.

Aquel Doctor que le hablaba con parsimonia intentaría devolverle su antigua identidad, la sometería de nuevo al dolor, a un proceso punzante que con suerte podría mejorar el estado de su rostro.

¿Qué me dices? Estás muy callada.

Aquellas palabras la devolvieron de nuevo al presente, a un momento en el que tenía que tomar una decisión demasiado importante.

Desplegó sus labios y con la voz dulce de la mujer que siempre había sido expuso sus pensamientos al aire para que éstos fueran sabias aves que expendieran con el revoloteo de sus alas lo que ella sentía y a veces resultaba poco real.

No voy a someterme a una nueva intervención. No piense que soy desagradecida o que tomo esta determinación porque tengo miedo.

He decidido aceptarme, quererme tal cual ahora soy. Sé que no es fácil de entender, que una chica joven desee seguir poseyendo un rostro marcado por la tragedia negándose a nuevas oportunidades.

¿Sabe doctor qué es lo primero que hago cada día cuando me despierto? Agradezco a Dios la vida que me da, el privilegio de vivir, la oportunidad de haber sido rescatada de la muerte y poder existir sabiéndome favorecida.

Después me miro al espejo y veo un rostro trazado por cicatrices, heridas que a veces supuran dolor.

Pero este rostro me muestra que si estoy viva es porque Dios quiso que así fuera. Si no tuviera este aspecto, si usted ejecutara un milagro yo seguramente volvería a ser la que fui, una bella mujer que desconocía a aquel que la ama más que nadie.

Una mujer hermosa pero alejada de Dios.

Mis cicatrices, mis heridas, me mantienen unida a Él. No deseo quitarlas, deseo quererlas, aceptarlas y ver en cada una de ellas la obra de su amor para conmigo. Quiero vivir esta nueva historia con el corazón henchido de gratitud, plagado de humildad, cercano a aquel que me ha dado mucho más de lo que nunca imaginé.

Tras la despedida la consulta quedó en silencio, la enfermera ni siquiera se atrevió a llamar al siguiente paciente. Durante unos segundos el aire se volvió cálido y perfumado con un aroma sólo perceptible por ellos, un olor a trasformación, a felicidad, a promesas cumplidas.