Debajo de aquella cruz hay muerte física y espiritual, humillación, vanidad, crueldad, violenta imposición.
La familia Bernardino, perseguida durante la dictadura de Primo de Rivera por sus ideales liberales y republicanos, se exilió en Francia; volvieron con el establecimiento de la II República. Uno de sus hijos se prendó de los ojos vivarachos de María Laguna, una chica de Melilla de quince años, y se casó finalmente con ella; para mantener a su nueva familia, la vía más rápida fue ingresar en el ejército. Cuando nació su hija se puso loco de contento, pero pronto tuvo que volverse a su destacamento en Salamanca; no la volvió a ver más. El 18 de julio de 1936 un grupo de generales dio un golpe de estado y los jefes del destacamento de Antonio Bernardino se pronunciaron por los sublevados; fueron reducidos inicialmente por los republicanos y los soldados quedaron en libertad, pero detuvieron a los oficiales, entre ellos a Antonio, aunque él mismo seguía siendo republicano.
Antonio, desesperado por volver a ver a su mujer y a su hija, intentó fugarse, pero fue capturado y conducido a Madrid. En aquel momento Carrillo, a espaldas del gobierno republicano, estaba dirigiendo las sacas de Madrid; en una de ellas fusilaron a Antonio. Aquel republicano fue fusilado por republicanos y los fascistas decidieron enterrarle como un héroe propio en la cruz del Valle de los Caídos; la gloria estúpida de la “España nueva” se levantaba sobre el drama de una viuda de veinte años y su hija huérfana.
Cuando Eva Sierra Bernardino ve aquella cruz violentamente clavada a la salida de Madrid, se pregunta qué puede hacer para deshacer esa cruel paradoja y enterrar con dignidad los restos de su abuelo. Para mi mujer y para mí aquella cruz es insultantemente paradójica; y lo es en otros muchos sentidos: se diseñó como una señal de reconciliación, pero sus piedras fueron levantadas por los presos republicanos en trabajos forzados, y muchos murieron en la labor.
Debajo de aquella cruz hay muerte física y espiritual, humillación, vanidad, crueldad, violenta imposición. Franco trajo la muerte enarbolando la cruz y la Iglesia Católica bendijo esa blasfemia sacando al dictador bajo palio; sin duda hubo excepciones, como aquel cura de Vilar o Añoveros o Tarancón, pero la institución bendijo el golpe y la guerra como una “cruzada”.
Y surgen más paradojas: La cruz del Valle de los Caídos se levanta sobre la pérdida de cientos de miles de vidas; en la cruz del Gólgota Jesús fue levantado para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. La cruz de los Caídos liquidó por décadas la dignidad de los derrotados; Cristo en la cruz nos devolvió la dignidad de hijos de Dios. Franco cabalgó encima de nosotros y nos aplastó debajo de aquella indecente cruz; Jesús subió voluntariamente a la cruz para levantarnos de la muerte a todos nosotros. La cruz de los Caídos se ha venido manteniendo como grieta de separación entre afectos y desafectos al Régimen; la cruz de Cristo nos reconcilió a todos con Dios. Franco nos humilló a muchos (y doblemente a los evangélicos) desde la cruz de los Caídos; Cristo se humilló a si mismo hasta la muerte, y muerte de cruz. Franco estableció la paz de los cementerios desde el Valle de los Caídos; Cristo hizo la paz mediante la sangre de Su cruz. Franco, ya terminada la guerra, desayunaba bizcochos con chocolate mientras firmaba sentencias de muerte; Cristo anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz. Cristo sufrió la cruz por nosotros; Franco nos hizo sufrir su cruz.
¿Qué pinta en aquel hermoso valle ese ofensivo ídolo en forma de cruz? ¿Qué tiene que ver con la cruz de Cristo? Esa cruz es la negación de la de Cristo. Sobra.
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