No menospreciemos la salvación en unos y ensalcemos la de otros.
Se suelen buscar testimonios impactantes cuando se celebran actos evangelísticos. Ocurre lo mismo en revistas y otros medios de comunicación. Con ojos terrenales buscamos el impacto, esa punzada que se nos clava en el cerebro. Para ciertos proyectos se indaga para ver quien fue más malo, quien fue peor persona, quien asesinó, quien estuvo en la cárcel, quien traficó o tomó drogas y esos son los testimonios de conversión que se eligen para mostrarlos al público. Son bastantes los que menosprecian la conversión de la gente sencilla, de aquella que ni es mala persona, ni ha asesinado, ni estado en la cárcel cumpliendo condena, ni traficó o consumió drogas. Se apartan hasta el punto de que estas personas se sienten infravaloradas como cristianas y llegan a soñar con haber hecho algo malo para que su conversión al Señor tenga sentido en la iglesia. La chica que lleva una vida normal piensa que contar lo que el Señor ha hecho en su vida no tiene importancia, se siente frustrada por no poder contar lo que oye contar a otros. Esto es grave, muy grave. El hombre que pasa desapercibido en su barrio y conoce al Señor no sabe como contar el milagro que ha ocurrido en su vida. Igual de grave. Parece que, según algunos, estas personas tienen poco que aportar al Cuerpo de Cristo y a la sociedad. Parece también que el sacrificio de Cristo no fue igual para todos, ni tiene la misma importancia en todo. Para justificar lo contrario de lo que expongo, alguien recordará el texto de Simón el fariseo (Lc 7:39-43).
El fariseo que había invitado a Jesús, al ver esto, pensó: «Si este hombre fuera de veras un profeta, se daría cuenta de qué clase de persona es ésta que lo está tocando: una mujer de mala vida.» Entonces Jesús le dijo al fariseo:
—Simón, tengo algo que decirte.
El fariseo contestó:
—Dímelo, Maestro.
Jesús siguió:
—Dos hombres le debían dinero a un prestamista. Uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y como no le podían pagar, el prestamista les perdonó la deuda a los dos. Ahora dime, ¿cuál de ellos le amará más?
Simón le contestó:
—Me parece que el hombre a quien más le perdonó.
Jesús le dijo:
—Tienes razón.
Por supuesto que Simón el fariseo tenía razón. El que tiene la deuda más grande es más agradecido, pero eso no significa hacer diferencia en el perdón de la deuda. Si entramos en la cantidad debida estaríamos dando la importancia al deudor, no al perdonador y escribo sobre reconocer la obra de Dios en nuestras vidas, de abrir la ventana y que todos vean lo que Él ha hecho en nosotros. Todos pecamos, no menospreciemos la salvación en unos y ensalcemos la de otros. El tamaño de la ofensa no tiene importancia para Dios puesto que andábamos retirados de su presencia. Tanto si se debe mucho como si debe poco, la conversión de cualquiera es grandiosa y válida, motivo suficiente para que otros la conozcan. Pensemos en las personas comunes que han conocido al Señor, esos que no han cometido delitos importantes, esos que abren la boca cuando oyen las maldades cometidas por otros redimidos y sienten el pesar de no haber sido como ellos porque, en el fondo, muy en el fondo, algunos desean haber sido más malos para poder contarlo y para ser oído y para sentir que forma parte del mismo Cuerpo que ese cuyo testimonio va de iglesia en iglesia y de web en web quitando valor de la muerte del Señor y dándoselo a sí mismo.
Ocurre que también están los que exageran sus testimonios y añaden detalles falsos para que resulten impresionantes. Esto es fácil, puestos a ello todos somos capaces de hacer llorar o aplaudir a quien escucha, pero no es eso lo que agrada al Señor. Somos muchos los seres humanos que, convertidos al cristianismo, andamos desnortados en la importancia del tema del sacrificio de Cristo en la cruz y su resurrección.
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