Tanto la Biblia como el Quijote son libros que ejercen influencia universal.
Tanto la Biblia como el Quijote son libros que ejercen influencia universal. El primero está traducido a casi dos mil idiomas y dialectos y el segundo va detrás de la Biblia en la lista de libros conocidos y, por tanto, en cabeza de las producciones literarias compuestas por autores humanos. Según Luis Astrana Marín, ha sido traducido a unos sesenta idiomas.
La influencia que la Biblia ha venido ejerciendo en la conciencia de la humanidad nunca podrá ser ponderada lo suficiente ni historiada con exactitud precisa. Desde tiempos remotos, la Biblia ha venido guiando nuestra vida y nuestra historia. Venciendo tormentas de odio, apaciguando tempestades de controversia, llevando la civilización a las extrañas tierras y la paz a los hogares civilizados, la Biblia ha venido sobreviviendo a las convulsiones de los siglos, venciendo en cuantos conflictos intelectuales hubo de intervenir y llegando a nuestros días más entronizada que nunca en la conciencia del hombre, como un faro luminoso que penetra las tinieblas de nuestra época.
De Norte a Sur y de Este a Oeste, en las grandes y pequeñas naciones, en las ciudades y aldeas, en los lugares poblados y en las regiones más apartadas, la Biblia ha venido ejerciendo su bienhechora influencia y dejando por los campos y por los mares el suave aroma de su mensaje de redención. Las naciones más cultas son aquellas que se rigen por sus principios, y si el cristianismo que hoy se practica no es más positivo se debe a que no se sigue el texto de la Biblia con la necesaria fidelidad. Los pueblos serán cristianos sólo en proporción directa a la atención que presten a las enseñanzas de la Biblia. Bien lo dijo el gran Sarmiento: “La lectura de la Biblia echó los cimientos de la educación popular, que ha cambiado la faz de las naciones que la poseen”.
Al empezar el capítulo sobre Don Quijote en un libro dedicado a Cervantes, Paolo Savj López escribía:
“Desde hace más de trescientos años (ahora cuatrocientos) vive Don Quijote. Erguido sobre la silla de Rocinante, escuálido e inmortal, mira ante sí con ojos profundos, absorto en sus sueños, campeón vencido de la invencible quimera. Mira y no ve más que a sí mismo, y no encuentra en todos los aspectos del mundo más que la reverberación ardiente de su vida interior, el fúlgido resplandor de la llama en que arde su espíritu.
“Y los hombres, a su vez, desde entonces contemplan a Don Quijote. Pero Don Quijote puede todavía enseñar mucho a quien quiera seguirlo, con humildad de espíritu y con amor, en sus andanzas aventureras”. (1)
En el curso de estos siglos, la figura del Ingenioso Hidalgo ha dado la vuelta al mundo y su fama se ha extendido a todos los países cultos. Con el libro en nuestro equipaje y el espíritu quijotesco en el alma, los españoles hemos recorrido los caminos del mundo como eternos peregrinos de nuestro ideal: orgullosos cuando vencíamos a los vizcaínos de otros continentes; mohínos, pero siempre animosos, cuando nos apaleaban los yangüeses esos; rebeldes y encorajadizos cuando equivocábamos nuestro objetivo y arremetíamos sin quererlo contra los indefensos escuadrones. Evocando a nuestra Dulcinea Patria y encomendándonos a ella, los españoles hemos paseado nuestro quijotismo por los más apartados rincones del planeta, y con nuestras alforjas llenas de ejemplares hemos ido regalando libros y, con los libros, influencia histórica, cultural, humana a las naciones que hallábamos al paso, aunque mal les pesara de recibir estos tesoros de nuestras manos, viéndonos rotos y remendados, sucios por el polvo de nuestro continuo caminar.
Entre nosotros y fuera de nosotros, con nuestro comportamiento colectivo y con el esfuerzo intelectual de unos pocos, que se han venido dedicando pacientemente a esparcir la luz que pedía Menéndez y Pelayo sobre las páginas del Quijote, este sano libro compuesto por una naturaleza enfermiza ha cautivado los corazones humanos. Muy acertado nuestro Ramón y Cajal: “Cuando un genio literario acierta a forjar una personificación vigorosa, universal, rebosante de vida y de grandeza y generadora en la esfera social de grandes corrientes del pensamiento, la figura del personaje fantástico se agiganta, trasciende los límites de la fábula, invade la vida real y marca con sello especial e indeleble a todas las gentes de la raza o nacionalidad a que la estupenda criatura espiritual pertenece. Tal ha ocurrido con el héroe del libro de Cervantes.” (2)
Notas
1. Paolo Savj López, “Cervantes”, página 71.
2. “De Críticas Cervantinas”, página 28.
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