Cuatro actitudes, de entonces y de ahora, hacia Jesús. De las cuatro, ¿cuál de ellas tienes tú?
En el transcurso que va desde la salida de Jesús, ya sentenciado, de la residencia de Pilato hasta su muerte en el Calvario, es posible percibir cuatro actitudes hacia él que son representativas de las actitudes de muchos a lo largo del tiempo.
En primer lugar está la piedad mal enfocadai. Se encuentra reflejada en aquellas mujeres que iban llorando tras él, por el camino al lugar de la ejecución. Es una actitud muy propia de corazones sensibles hacia el sufrimiento ajeno, manifestada de forma efusiva y emoción desbordada. En los países que baña el Mediterráneo es fácil encontrarla hasta el día de hoy. El llanto de aquellas mujeres es un llanto sincero, no siendo fruto de profesionales plañideras sino de genuinos sentimientos de dolor a los que dan rienda suelta. Son lamentos de pena y lástima por Jesús, ante el terrible fin que le aguarda. En muchas ciudades de España, en Semana Santa, es posible ver una escena semejante, al paso de las imágenes que describen la pasión y sufrimiento de Jesús.
Pero lejos de complacerse en tal manifestación de empatía, Jesús se vuelve a aquellas mujeres y les dirige unas palabras, en las que les hace ver cuál debe ser el verdadero objeto de su llanto. Su equivocación no está en el hecho de llorar. En verdad es tiempo de llorar. Pero su error consiste en llorar por él cuando en realidad deberían llorar por ellas mismas, en vista del día de la ira que se avecina. Por tanto, sus lágrimas deben dejar de ser de compasión por él, para ser de arrepentimiento por ellas mismas. Esa es la tristeza según Dios.
En segundo lugar está la incredulidad desafianteii. Manifestada en los gobernantes, los soldados y un malhechor a su lado en la cruz. Es destacable que procede tanto de judíos como de no judíos. Por lo tanto, la incredulidad no es patrimonio de un pueblo en particular sino posesión de todos en general. Esa incredulidad se aprecia en una sola palabra muy corta, que es el condicional ‘si’. ‘Si éste es…’, dicen los gobernantes; ‘si tú eres…’, dicen los soldados; ‘si tú eres…’, dice el malhechor. Es la misma palabra condicional que Satanás usó en sus tentaciones a Jesús en el desierto, lo cual enseña que hay semillas diabólicas en la incredulidad.
La incredulidad desafiante exige primero evidencias para poder creer. Y la evidencia demandada en los tres desafíos es la misma: ‘Sálvate a ti mismo.’ La prueba de que la razón humana por sí sola desvaría, la tenemos en esta escena, porque precisamente la salvación nuestra depende de la no salvación de Jesús. Es decir, la muerte de Jesús es el medio imprescindible para que pueda haber salvación. Pero ante esta muerte los culpables se erigen en jueces y los perdidos se ponen a reclamar señales. Es toda una prueba elocuente de que la locura es hermana de la incredulidad. Locura patente no sólo en aquellos que se sienten fuertes y seguros en su posición, como los gobernantes y los soldados, sino hasta en quien está a un paso del precipicio, como el malhechor. Si la ignorancia es atrevida, la incredulidad es temeraria.
En tercer lugar está la fe suplicanteiii. Ejercida por el otro malhechor que está compartiendo la misma sentencia que Jesús. Hay varias características dignas de mencionarse en este hombre. Primero, tiene temor de Dios, del que tal vez careció a lo largo de su vida; temor que nace ante la expectativa de su muerte inminente. Mientras que en su compañero esa misma muerte no ablanda su corazón endurecido, en este hombre la reflexión del juicio le lleva a considerar lo que nunca consideró ni tuvo en cuenta. Un mismo suceso va a acontecer a ambos malhechores, pero qué abismo en cuanto a actitud separa a ambos. Segundo, hay un reconocimiento de su maldad y de la justicia de su condenación. Normalmente lo que suele suceder es que se niega la culpa propia para descargarla en otros. Siempre hay alguien peor; siempre hay otro que es responsable de lo que ha pasado. Tal vez la sociedad, las estructuras económicas, la mala suerte en la vida, las amistades… pero este hombre no echa la culpa a otros sino a sí mismo. Tercero, hay una súplica a Jesús, en la que demuestra que no se guía por lo que le dicen sus sentidos ni por su razonamiento humano. Ese hombre que está clavado junto a él es verdaderamente el Salvador, aunque todo parezca indicar que es el Perdedor. El letrero sobre su cruz dice la verdad, aunque la intención al ponerlo era de burla.
En cuarto lugar está la confesión imparcialiv. Efectuada por el centurión encargado de dirigir y supervisar la ejecución. En torno a este anónimo personaje giró el argumento de la película La túnica sagrada, protagonizada por Richard Burton. Pero quitando lo que es imaginación comercial, lo cierto es que su declaración es todo un veredicto sobre Jesús. No es un veredicto vinculante ni tiene fuerza legal, como lo fueron los del Sanedrín y Pilato, pero se trata de un testimonio desapasionado, tras haber considerado los hechos; neutral, porque no tiene intereses directos en el asunto; de peso, porque ha sido testigo ocular de su pasión, agonía y muerte; verdadero, porque está dando en el blanco de la candente cuestión sobre la culpabilidad o justicia del condenado. Este hombre glorificó a Dios con su declaración y, al hacerlo, le quitó la razón a los hombres, incluso a los que él servía.
Cuatro actitudes, de entonces y de ahora, hacia Jesús. La primera es el sentimentalismo que todo lo reduce a la emoción, pero no acierta en la diana. La segunda es la incredulidad por principio, que se pierde en su propia ceguera. La tercera es la fe que ve más allá de las apariencias y recibe la palabra de vida. La cuarta es la honestidad ante la verdad, que reconoce el sitio que corresponde a Jesús. De las cuatro ¿cuál de ellas tienes tú?
i Lucas 23:27
ii Lucas 23:35,37,39
iii Lucas 23:40-42
iv Lucas 23:47
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