Creo que no hace falta que diga de qué estamos hablando. No hay informativo, periódico o medio de comunicación que no haya tenido o tenga en sus portadas a la selección española de fútbol.
Es difícil encontrar un equipo en la historia, que haya logrado lo que ellos han conseguido. Todo el mundo es “feliz” porque uno se siente bien siendo campeón. Todo son felicitaciones y enhorabuenas, así que ¡a disfrutar!
Cada vez que escucho la palabra “campeón” no puedo dejar de recordar una frase que Pablo escribió: “Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales, yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15) Y la razón por la que no puedo olvidarla, es porque
cuando escribe definiéndose como “el primero” de los pecadores, la palabra que utiliza es la misma que se usaba para señalar al campeón en una competición deportiva. Pablo creía que él era el campeón de los pecadores.
Personalmente,
me sigue asombrando que alguien como él diga (sin la falsa modestia que tantas veces nos adorna a nosotros) que se considera el peor de todos los seres humanos. Alguien que revolucionó el mundo con el evangelio del Señor y el poder del Espíritu de Dios, no debería ser considerado así… pero él si se veía de esa manera a sí mismo. Y esa actitud le definía como persona y como siervo de Dios.
Esa es la misma actitud que tuvieron siempre quienes conocieron la gracia de Dios y aprendieron a vivir disfrutando de ella. Los mismos que durante la reforma protestante en Europa, reconocían una y otra vez que “No merecían nada, pero lo tenían todo”. La misma actitud con la que viven en los países donde el evangelio crece en el día de hoy (y no estoy hablando de aquellos en los que las personas se cambian de una iglesia a otra).
Esa es la actitud que nos hace sentir inmensamente felices cuando disfrutamos del amor de Dios, porque él nos regala todo… Al mismo tiempo que reconocemos que aunque tuviésemos mil vidas y se las dedicáramos a Él, seguiríamos sin merecer nada. Jamás deberíamos perder esa sensación de sentirnos los campeones del mundo, pero no por lo buenos que somos, sino precisamente por todo lo contrario.
Deberíamos hacer un esfuerzo para escucharnos más a menudo cuando hablamos. A veces cuando alguien comparte sobre su vida cristiana dice: “Me arrepentí de mis pecados y creí en el Señor y ahora trabajo para Él, y le sirvo y voy a la iglesia e intento vivir como Él quiere de mi…” No sé si hay algo malo en esas palabras, pero he dicho demasiadas veces “yo” aunque no lo haya pronunciado ni una sola vez. Nos gusta tener apariencia espiritual, nos encantan los brillos de nuestra propia santidad y cuando alguien habla de nuestra humildad y compromiso con el Señor, ¡Nos sentimos en el cielo! Vivimos la falsa felicidad de la religiosidad, y esa felicidad fingida siempre nos lleva al vacío y la frustración. Y lo que es peor, nos aleja de nuestro Padre.
Mientras tanto, Pablo, el revolucionario, hablaba una y otra vez del Señor Jesús y cuando, por alguna razón, tenía que referirse a sí mismo, se creía el campeón de los pecadores. Sabía que
nuestro mayor problema en la vida tiene que ver con el orgullo y que sólo luchando día a día contra ese “monstruo” que nos devora, se puede comenzar a disfrutar de la gracia de Dios.
Porque ese es realmente nuestro problema: A más de uno le gustaría entrar en el cielo diciendo "Yo llegué hasta aquí". Sí, es cierto que hablamos del amor de Dios, y de que no podíamos hacer nada para salvarnos, pero… con el tiempo hemos llegado a ser y considerarnos personas buenas.
¡Nuestro mayor peligro es no reconocer que somos un peligro! El mismo Señor Jesús tuvo que enseñar a todos que un día algunos llegarían diciendo -hablamos en tu nombre, hicimos milagros en tu nombre, etc… ¡pero Él no los conocía! No se trata de lo que nosotros hacemos, sino de El. La diferencia en nuestra vida no la hace lo que tenemos o ganamos, sino el recibirle a Él. Sólo cuando le tenemos a Él nuestra vida tiene sentido… y entonces nos sentimos como los campeones de los pecadores, porque lo tenemos todo, sabiendo que no merecemos nada.
Esa es una de las razones por las que el Señor Jesús contó la historia de los dos hijos que vivían en la casa del padre ¿La recuerdas? (cf. Lucas 15) El Señor quería que comprendiéramos como es el amor de Dios mucho más allá de nuestras reacciones, y como Él recibe de una manera incondicional a quien se acerca a Él, porque Dios ama de una manera incondicional.
Sé que a muchos les encanta argumentar y defender doctrinas y etiquetas, que si calvinismo o arminianismo, que si gracia barata o no, que si evangelio completo o no sé cuantas cosas más… ¡creo que algunos ya me han puesto unas cuantas etiquetas desde que comenzaron a leer este artículo!
Sinceramente,
a mi me da la impresión de que el problema es que nos parecemos demasiado al hijo mayor. En las iglesias abundan mucho más los hermanos mayores que los pródigos, aunque no seamos capaces de verlo. Por eso perdemos el tiempo discutiendo y argumentando sobre palabras mientras miles de personas se pierden.
No sólo no salimos a buscar al pródigo, sino que tampoco participamos en la fiesta cuando vuelve. Somos demasiado buenos como para hacer eso.
Ya que nos encanta estudiar la Palabra de Dios (¡Y jamás debemos dejar de hacerlo, es nuestra vida!) sería bueno que aprendiéramos que el Padre que recibió y abrazó al hijo que volvía, es el mismo que le rogó al mayor que entrase en la fiesta.
El problema de los dos hijos, es que ninguno de ellos había aprendido a ser feliz con su Padre. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que lo mejor del mundo estaba en su casa. Aunque uno se había ido y el otro se había quedado, los dos estaban muy lejos de quién más les amaba.
A veces creemos ser felices con lo que hacemos, ¡incluso con la salvación que Dios nos dio! Pero sinceramente, no lo somos, porque nos falta aprender a disfrutar del carácter de nuestro Padre. Nos falta reconocer que no se trata de nosotros sino de Él. Que no vivimos por lo que nosotros hacemos, sino por lo que Él es. Nos falta dejar de pensar en nosotros mismos, en nuestros derechos y en nuestros logros espirituales… para comenzar a mirar hacia el Señor y disfrutar de todo lo que Él es y hace.
Nos hace falta aprender a amarle con todo lo que somos y tenemos, sabiendo que ÉL nos lo da absolutamente todo, aunque no merecemos nada.
Si vivimos de esta manera, aprenderemos la razón por la que Pablo, el campeón de los pecadores transformó el mundo con el poder del evangelio de Jesús, mientras nosotros, los que nos creemos tan santos, a duras penas conseguimos con mucho trabajo, que las personas no se vayan de nuestras iglesias.
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