Hoy quisiera escribir una semblanza personal a la persona que he conocido y por la que siento profunda admiración y aprecio.
En su “Carta de un hijo a su padre, de corazón a corazón”, que publicaba Alétheia en 2011, su hijo Pablo iniciaba el texto con estas palabras: “Con estas breves líneas quiero expresarte lo que hay en mi corazón, consciente de que las palabras nunca plasman con total fidelidad la hondura de los sentimientos. Sí, el corazón tiene emociones de profundis que la pluma nunca logra objetivar por completo”.
En estos días se publican y aún se publicarán más semblanzas de José María Martínez por la propia relevancia del personaje, pero hoy quisiera escribir una semblanza personal a la persona que he conocido y por la que siento profunda admiración y aprecio. Plenamente consciente, como en el texto antes citado, de la imposibilidad de que las palabras hagan justicia a los sentimientos, sin embargo, son el mejor recurso que Dios ha dado a los seres humanos para descubrir algo de lo que alberga el corazón.
Si tengo que escoger una palabra que exprese la relación personal que tuve con José María Martínez, usaría la palabra “referente”. Ha sido un referente desde el momento en el que se inició esa relación espiritual con Cristo en 1979.
Es un referente en su amor por las Escrituras. Me enseñó su respeto por la Biblia al ser tan cuidadoso con el texto como con una aplicación al contexto de los que le escuchábamos. La Palabra predicada siempre hizo justicia a la gloria de Dios y siempre fue comprensible y relevante para oyentes de distintos niveles formativos. Todos salimos con una exhortación para la vida. En sus clases en el Centro Evangélico de Estudios Bíblicos, en sus muchos libros, documentos y artículos, en sus predicaciones, en sus conversaciones personales, siempre era presente que creía que las Escrituras eran la Palabra viva de Dios, inerrante y completamente confiable. Recuerdo la última vez en la que prediqué y él estaba entre la congregación. Por su estado de salud no pudo quedarse a conversar conmigo al final del culto, pero se tomó el tiempo de llamarme por teléfono a casa esa misma noche para transmitirme ánimo, recordamos los tiempos en los que fui alumno suyo y conversamos sobre mis responsabilidades en la Alianza Evangélica. Fue un auténtico referente cercano y cálido.
Es un referente, también, como líder cristiano. Me llamaba la atención su estilo “diferente” de liderazgo. La mayor parte de su ministerio como líder corrió entre los años 50 y el final de los 80. Un espacio amplio entre una dictadura que perseguía a los evangélicos hasta la consolidación de la democracia. Los estilos de liderazgo evolucionaron mucho durante ese tiempo, desde una autoridad vertical hasta un rechazo del concepto de autoridad. Desde una autoridad institucional, a veces paternalista, hasta la falta de autoridad o el abuso de ella. Creo que nuestra sociedad y por extensión la iglesia viene sufriendo del mal de la autoridad desenfocada. Pero quisiera destacar su convicción sobre la autoridad espiritual, sobre la sabiduría que desprendía procedente de la comunión con Dios y la observación del ejemplo de Cristo, una autoridad delegada por el Príncipe de los pastores en lugar de una autoridad autoimpartida. Asistir a sus clases sobre pastoral, su preocupación por formar a los pastores a través de encuentros como el Seminario de Teología y Psicología Pastoral, la creación de una publicación como “Alétheia”, su saludable influencia sobre una generación de líderes contemporáneos, etc. le sitúan como un referente en el campo del liderazgo cristiano. Es cierto que su partida nos deja un vacío, pero su legado sigue dando muchas pistas a los líderes actuales de que hay otros modelos de liderazgo en el espejo del liderazgo de Jesús.
Es un referente en un ejemplo de unidad cristiana. La persecución depura la iglesia, pero frecuentemente la vuelve más desconfiada. La contienda civil y la consiguiente persecución dejaron a las iglesias en una situación muy complicada. Las iglesias eran pocas, pequeñas y a veces enfrentadas. Aun hoy en día sufrimos en muchas partes de ese particularismo, de ese espíritu de “shibolet”, del localismo extremo que nos hace más débiles y nos impide dar respuesta a la demanda de la unidad de la Iglesia que Jesús oró al Padre en Juan 17. José María Martínez es un referente cuando, junto con otros líderes cristianos, hacen una apuesta muy valiente y restablecen la Alianza Evangélica Española en 1953. Él formará parte de los españoles que asistieron al primer congreso misionero del Movimiento de Lausana en 1974 en la ciudad suiza, será una pieza clave en las reuniones de la Alianza Evangélica Mundial y en la Europea, en las que tendrá que fijar posturas que siguen siendo un referente hoy a nivel internacional para la unidad de los evangélicos y la posición sobre las relaciones con otras confesiones.
Por todo ello, creo que la Iglesia evangélica en España somos deudores a José María Martínez y a otros cristianos como él. Su vida ha sido un don de Dios, ha dejado un legado, podemos redescubrir muchos aspectos de su vida y de su obra que siguen siendo una inspiración para los cristianos del año 2016 tanto por lo que hizo como por ser un reflejo de Dios a través de su carácter. Uno de sus últimos libros, del año 2004, llevaba por título: “Contemplando la gloria de Cristo”. Lo que en aquel momento era el gran deseo de su vida hoy es realidad.
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