A los creyentes se nos suele acusar de querer ver a Dios en todas las cosas, pero ¿qué puede decirse de la obsesión de algunos investigadores y divulgadores que se acercan a la naturaleza buscando razones para acabar con la existencia de Dios?
Algunos divulgadores de la ciencia saben bien que usar el nombre de Dios en vano para encajarlo en sus artículos es una práctica capaz de captar muchos más lectores. Incluso aunque semejante referencia sea del todo innecesaria o tenga poco que ver con el tema fundamental del trabajo en cuestión. Y es que, en el fondo, a las personas nos interesa todo aquello que se refiera a Dios, tanto si se cree en su existencia como si no.
En este sentido, me llama la atención un reciente artículo publicado en elpais.com (13.06.2016) y titulado: “El bichito que planta cara a Dios”. Sin el menor atisbo de sonrojo, su autor nos espeta de entrada que un minúsculo animal del plancton marino, el Oikopleura dioica, “coloca al ser humano en el lugar que le corresponde: con el resto de los animales” y, por si esto fuera poco, además “hace que el discurso de las religiones se tambalee”. ¡Toma ya! Al parecer, a esto se le llama hoy “divulgación científica”. Tal como repite cierto personaje del famoso programa catalán de humor (APM): “¡Aquí hay nivel!” Aunque lo que quiere decir, en realidad, es todo lo contrario.
¿Qué misteriosas propiedades presenta tal tunicado, de apenas tres milímetros, para retar a Dios y provocar semejantes seísmos religiosos? No es lo que tiene sino, más bien, lo que no tiene. Resulta que la mayor parte de los animales usan el ácido retinoico (un derivado de la vitamina A) para indicarles a las células de sus embriones qué deben hacer en cada momento con el fin de generar al animal adulto. Este ácido activa los genes necesarios que formaran las extremidades, el corazón, la columna vertebral o las orejas del recién nacido. Pues bien, en el Oikopleura dioica se ha descubierto que no existe tal ácido retinoico, es más, ni siquiera presenta la cascada de genes necesaria para fabricarlo. ¿Cómo se construyen entonces los diferentes órganos de los ejemplares adultos? De momento, nadie lo sabe, aunque es evidente que debe tratarse de algún mecanismo bioquímico diferente del hasta ahora conocido en los demás seres vivos. Hay que seguir investigando.
¿Demuestra esto que Dios no exista o que todas las religiones sean falsas? En España, decimos de alguien que se equivoca mezclando conceptos totalmente dispares, que confunde la velocidad con el tocino. ¿Qué tiene que ver la velocidad del Creador con el tocino del Oikopleura? ¿Acaso la increíble diversidad y complejidad de la vida, incrementada con cada nuevo descubrimiento científico, no habla claramente de la necesidad de una inteligencia original? A los creyentes se nos suele acusar de querer ver a Dios en todas las cosas, pero ¿qué puede decirse de la obsesión de algunos investigadores y divulgadores que se acercan a la naturaleza buscando razones para acabar con la existencia de Dios?
Como se ha señalado, el Oikopleura dioica es un animalito muy simplificado que forma parte del plancton marino. Tiene boca y ano pero también cerebro y corazón aunque, eso sí, notablemente reducidos. Puede vivir en casi todos los mares templados y cálidos del mundo. Es un tunicado como las ascidias rojas del Mediterráneo, sólo que más pequeño y en vez de estar fijo al sustrato, vive como las medusas, de aquí para allá, sin rumbo fijo y dependiendo de la dirección de las corrientes. Se trata de una especie conocida desde mediados del siglo XIX y de la que se sabía que resiste bien las diferentes temperaturas y concentraciones salinas de las aguas del mar. A los zoólogos nunca se les ha escapado que eran organismos singulares, intuición que se ve ahora confirmada mediante los estudios genéticos. Son tan diferentes de los demás organismos que no resulta extraño comprobar que poseen mecanismos biológicos también distintos y que carecen del 30% de los genes propios de los demás animales, como se acaba de comprobar.
El equipo descubridor de esta ausencia de genes en Oikopleura dioica, siguiendo los planteamientos del darwinismo, supone que hace 500 millones de años el último ancestro común entre este tunicado y el ser humano, debía poseer dichos genes que supuestamente nos unían, pero que después se habrían ido perdiendo poco a poco. Desde luego, esto se asume sin pruebas porque lo exige el guión ya que, en otra perspectiva diferente, podría plantearse la cuestión: ¿realmente Oikopleuria perdió el 30% de sus genes o es que quizás no los tuvo nunca? ¿Cabe la posibilidad de que, tanto él como sus congéneres, fueran diseñados así, más o menos con el mismo genoma que muestran hoy y que hayan variado en el tiempo, pero siempre en torno a su determinado plan estructural y genético? Ya sé que esto contradice el paradigma imperante hoy. No obstante, cuando no se dispone de pruebas concluyentes, ¿no es mejor dejar abiertas todas las preguntas?
Es evidente que dicho animalito acuático, a pesar de diferir en ese importante tanto por ciento genético, ha sobrevivido con éxito y ha ganado en la batalla de la selección natural. Hoy puebla los océanos en una proporción de hasta 20.000 individuos por metro cúbico de agua. Semejante triunfo les lleva a nuestros biólogos a una conclusión bastante insólita. La de suponer que la pérdida de genes es el motor de la evolución. Pero, ¿cómo es posible que al eliminar genes se cree mayor eficacia y complejidad en las especies? Hasta el propio Darwin se revolvería en su tumba. Él afirmó que la evolución biológica avanza gradualmente desde lo simple hasta lo complejo. De la materia inorgánica a las macromoléculas orgánicas, de la sola célula hasta el astronauta que voltea la Tierra. Para perder algo hay que disponer de ello previamente. ¿De dónde surgió todo ese genoma que se perdió después? Decir que la pérdida de genes pudo ser fundamental tanto para Oikopleura como para el propio ser humano, y que quizás nos hizo más inteligentes, aparte de ir contra el sentido común, no explica en absoluto el origen de la complejidad genética original, que sigue demandando un diseño inteligente.
Al reflexionar sobre el reducido genoma de este animal planctónico, el artículo concluye que no hay animales superiores ni inferiores ya que todos estamos construidos por las mismas piezas de Lego, sólo que montadas de diferente forma. El biólogo Cristian Cañestro sentencia: “hemos estado mal influenciados por la religión, pensando que estábamos en la cúspide de la evolución. No lo estamos. Estamos al mismo nivel que el resto de los animales”. Actualmente suelen estar de moda estas afirmaciones tendentes a confundir la esencia del ser humano. Que estemos formados por átomos y genes no significa que se nos pueda reducir sólo a eso. No conozco a ningún Oikopleura que haya puesto satélites artificiales en la órbita del planeta azul, o escrito algo parecido al El Quijote, o compuesto cantatas como las de Bach. Sí me consta, en cambio, que todos estos organismos del plancton continúan viviendo como inconscientes espermatozoides gigantes, pululando a la deriva por los diversos mares del mundo.
Afortunadamente, Dios permanece siempre al margen de tales críticas. Ningún bichito, teoría o descubrimiento humano, por raros que sean, podrán jamás desbancarle. Él es la fuente necesaria e insustituible del ser y sin su sustento providente no habría nada de nada. Ni plancton, ni biólogos, ni universo. Si nuestros corazones prosiguen latiendo es porque el Creador todavía no ha cerrado su mano. El cosmos no se ha podido crear a sí mismo a partir de la nada. La nada de los físicos no es la nada de Dios. De manera que la causa de la existencia del universo y de los seres que éste contiene, como nosotros mismos, no es una cuestión adecuada para la ciencia. Solamente la filosofía y la teología pueden ofrecer alguna respuesta. Pero muchos no se resignan a esta realidad y, como si fueran niños, siguen lanzándole bichitos a Dios.
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