En el fondo de los sepulcros están las figuras fantasmales del mal aunque nos esforcemos para cubrirlas con mantos farisaicos.
Algo más que apariencias, algo más que orgullo. Esa es la tragedia. ¿Nos atrevemos hoy a mirar dentro de los sepulcros? ¿Nos gustaría contemplar el interior de nuestra propia tumba? En el interior de nuestros sepulcros hay algo mucho peor que los orgullos o apariencias. Si se tratara solamente de simples apariencias, la frase de Jesús: “sepulcros blanqueados por fuera” sería algo light. Los problemas no serían muy grandes. Una especie de carnaval con caras falsas que más que adornar afean el mundo. Una vanidad hipócrita que adornaría la tierra con rostros falsos y sin sentido.
No. No nos gusta mirar al interior de los sepulcros. A veces nos complacemos con los aspectos exteriores, pero no nos damos cuenta que muchas veces, detrás de estas máscaras hay problemáticas mucho más grandes. El problema es mucho mayor y de una enjundia que se transforma, realmente, en un escándalo humano que margina y empobrece a muchos de nuestros coetáneos. Porque, ¿de dónde viene ese orgullo? ¿De dónde emana esa falsedad engañosa que se muestra en los espejos y que intenta confundir a los que les observan? Normalmente tras de estos disfraces de fachada mentirosa, están otras problemáticas que permiten que este orgullo se exteriorice. Debemos mirar en el interior de los sepulcros.
Si miramos en sus fondos, en lo que allí permanece de forma putrefacta, veremos que el problema es más grave y traspasa ampliamente la farsa carnavalesca. Sí. Es verdad. Eso es igual en muchos de los políticos que en muchos de los religiosos. En los hombres de empresa que en los que tienen sus graneros llenos formando parte de los acumuladores del mundo. Lo externo, las caretas que muchos llevamos, obedece a otros posicionamientos internos, a lo albergado en los sepulcros de nuestras entrañas, a los negros deseos de un corazón hipócrita que nos lleva a atentados contra la ética, contra el bienestar social y contra la justicia económica. Atentados que perjudican la vida del prójimo débil y en necesidad.
Esa es la imagen. Esa es la realidad. En el fondo de los sepulcros están las figuras fantasmales del mal aunque nos esforcemos para cubrirlas con mantos farisaicos. Apariencias, hipocresías, ocultamiento de la persona que en realidad somos… y todo esto nos catapulta al mal al que quieren impulsarnos esas figuras fantasmales de los antros infernales del mal. Aquí encaja la frase de Jesús: “Sepulcros blanqueados por fuera, pero que por dentro son podredumbre”.
¿Cuál es la función de los tapados cual figuras carnavalescas por mantos de apariencias vanas? Pues es, realmente, algo tremendo: El desprecio de los otros. Aquí está la base de los atentados contra el prójimo. Lo peor no es la apariencia sino el desprecio que se nutre de las podredumbres del interior de esos sepulcros. Sí. Ésta es una de las peores características farisaicas, de los que se esconden bajo vestimentas carnavalescas de mentira. El orgullo que lleva al desprecio. Desde ahí, todo lo demás se puede entender: el despojo, la injusticia, la opresión, el desigual reparto de los bienes del planeta tierra, el hambre y la miseria de tantos.
Y es que el orgullo y el desprecio nos llevan a la práctica de la marginación, del empobrecimiento del otro, de los robos de dignidad y de hacienda, de la exclusión total del prójimo sin ningún tipo de remordimiento. Es como si el orgullo y el desprecio intentara acallar nuestras conciencias, aunque no es fácil. Siempre tendremos una interpelación amarga que nos corroa el alma.
Sí. Normalmente el que se instala en la apariencia del orgullo farisaico acaba siendo marginador de aquellos que creen que no son como ellos. Se lavan el exterior, usan peinados llamativos, ropajes que sirven parta ocultar incluso la maldad interior. Todo esto les lleva a la idea contrapuesta: Ver en los demás personas manchadas, pecadores, despreciados de Dios y de los hombres. Se puede llegar incluso a dar gracias a Dios por no ser como esos proscritos. Orgullo farisaico, falsa apariencia. Es entonces cuando en medio de la podredumbre del interior de nuestros sepulcros parece sonar cierta alegría que en fondo es la risa del fantasma que porta la guadaña de la muerte.
Por eso al problema de las falsas apariencias hay que gritar un no rotundo. El problema no es sólo de fachada, de ocultamiento tras el manto de la hipocresía. No es sólo una feria de las vanidades, un carnaval inocente de santones irreverentes que caminan por el mundo en el artificio, en el ocultamiento. El problema es que esos santones disfrazados comienzan a creerse sus propias mentiras hasta llegar a creerse que son los únicos que poseen los auténticos valores verdaderos, las verdades absolutas. Creen que son poseedores de todo el bien que pueda existir en la tierra excluyendo a los demás de aquellos bienes a los que tienen derecho.
Conclusión: Si yo poseo todo el bien, los otros, el prójimo que me rodea es un ser despreciable que no tiene ni mis valores ni mis bellezas. Creen acaparar todo lo bueno y dejan convertidos a los otros en mendigos de algún bien que no reciben en grado alguno. Creen acaparar ellos solos todo el bien, tanto moral, como social, como económico o espiritual dejando a los demás como indigentes ante lo bueno y bondadoso.
¡Cuidado, cuidado! Cuidado con aquellos santones que quieren despojar a toda la humanidad de todas sus bondades para guardarlas ellos en sus almacenes de bondades a las que los otros, el prójimo diferente a ellos, no tienen acceso.
Los que viven en las apariencias y el orgullo farisaico, se convierten en simples ladrones de bondades que crean prototipos de pecadores en los demás. Cuidado con sentirnos falsamente como mejores que los otros. No es nuestra función. No nos equivoquemos. Si mirando al rostro del otro no somos capaces de ver nada bueno, tengamos cuidado no sea que vayamos a estar cubiertos del manto satánico de las apariencias, de los orgullos farisaicos. El manto que cubre la podredumbre del interior de nuestros propios sepulcros.
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