Un grito que debió impactar y con el que se deben identificar todos los abandonados del mundo hoy.
A la pregunta: ¿Qué significa la cruz de Jesús para los cristianos?, seguro que habría muchas y muy diferentes respuestas. Quizás la primera sería que Jesús con su muerte estaba dándonos vida eterna. Una paradoja divina: la muerte dando vida. Lo que pasa es que, quizás, la cruz no fuera solamente para Jesús un símbolo de muerte. Realmente lo era, pero el Maestro lo usa como el púlpito del cual estarían atentos un universo de personas por los siglos de los siglos. La cátedra en la cual aprenderían millones y millones de discípulos. El lugar desde donde se dieron las mayores lecciones magistrales de la historia.
Sí. Hablamos de las conocidas como siete palabras que son conocidas de todos y que tampoco vamos a comentar con gran amplitud. Jesús iba a morir. ¿Quizás quería dejarnos desde ese púlpito, desde esa cátedra, todo un legado? ¿Quizás esa era su hoja de última voluntad? ¿Quizás su testamento en el momento de su muerte? Breve testamento, breve legado, breve hoja de última voluntad. Breve clase magistral del mayor de los Maestros.
Un testamento breve en medio de una larga agonía. Una agonía llena de gestos, de silencios, de expresiones de un rostro sufriente que serían todo un poema de amor trágico. En medio de los silencios, de las contracciones de su rostro, de las gotas de sangre derramada, quizás algunos quejidos, algunos sus piros agónicos, un tiempo de sufrimiento largo, largo… sin embargo se expresan solamente siete palabras como lección magistral y última voluntad para la humanidad.
No, no. Los grandes discursos no tienen por qué ser largos, prolijos. Son la condensación de la sabiduría divina expresada con palabras humanas. Un ejemplo para los predicadores actuales con sus largas prédicas a estilo conferencias y que, a veces, no condensan las claves de la realidad divina, del llamado de Dios.
Tampoco había un gran auditorio sentado cómodamente escuchando al gran catedrático. Unas mujeres, algunos testigos ante un testamento que habría de leer toda la humanidad por los siglos de los siglos. ¿Quiénes eran los escuchantes? No tantos como los de algunos mensajes que se dan hoy a través de las redes sociales, de los modernos y potentes medios de comunicación de los que disponemos hoy. No, no. Dios muriendo y dejando su testamento, su última voluntad ante unos pocos y no de los sabios según el mundo.
Sin embargo, lo que escucharon aquellos oídos de esas sencillas personas, pasaría de sus cerebros a otros ámbitos infinitos en donde resonaría el mensaje durante toda la eternidad, durante toda la vida del hombre en la tierra. Palabras, largos silencios, oídos preparados para la escucha, gestos silenciosos, gemidos, sufrimiento, derramamiento de sangre como el manto que cubriría esa hoja de última voluntad.
¡Sólo siete palabras, Dios mío, en medio de la agonía de la muerte! No, no. Jesús no habló mucho en su pasión. Incluso le azotaban y no hacía nada. “Como cordero que llevaban al matadero, enmudeció y no abrió su boca”, nos dice el profeta Isaías. Le azotaban y no decía nada. No se defendía. Silencio sobre silencio. Su mensaje se va condensando en su mente para decirlo desde el púlpito de la cruz, desde la cátedra que más influencia ha tenido en la historia de la humanidad.
Quizás nos equivocamos y el discurso de Jesús fue mucho más largo. ¿Sería posible que su silencio también hablara, que el silencio de Jesús gritara, que ese silencio guardado fuera como un gran grito que superaba los límites del oído humano? Pues sí. El silencio de Jesús también habló sumándose a las siete palabras de su testamento. Ambos formaron una unidad inseparable en un mensaje de dimensiones infinitas.
Quizás su silencio clamaba más que si se hubiera puesto a dar gritos contra los pecadores, contra los impíos y los injustos. No necesitó palabras para defenderse. Se defendió con su silencio en medio del cual su lección magistral, su testamento, se vio reforzado y sublimado como lo que era: el silencio de Dios que cubre como si fueran unas alas infinitas a ese púlpito desde donde se lanzarían esas breves palabras. Siete, solamente siete.
Para entender el testamento de Jesús, se necesita mucha escucha y más silencio siguiendo al Maestro que callaba. Quizás así podríamos entenderle mejor. Actitud de escucha en silencio total. Sí, no sea que nos perdamos su palabra: “Padre, perdónalos”. Jesús se acordó de nosotros en ese testamento que nos ofrecía vida a través de su muerte. Desde la cruz, instrumento maldito y de muerte, se lanza la palabra de perdón para todos nosotros, incluso para sus asesinos.
Jesús se acuerda desde su púlpito de los abandonados. Él mismo se siente abandonado como los malditos que se colgaban en la cruz por sus asesinatos o delitos. Un grito que debió impactar y con el que se deben identificar todos los abandonados del mundo hoy. Sí, también los empobrecidos, los oprimidos. ¡Cómo sería su grito y qué intensidad debió tener cuando los primeros cristianos no se atrevieron a cambiar ni a traducir las palabras originales. “Elí, Elí, ¿lama sabactani?”.
Esta palabra de este testamento tan especial, tiene hoy una vigencia especial y lo claman muchos de los abandonados del mundo con los que Jesús se sigue sintiendo crucificado hoy. ¡Cuántos abandonados, Señor! Venga tu Reino. Mil gracias, infinitas, por tu testamento, por tu última voluntad. Ayúdanos a entenderlo hoy.
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