Habría que retomar el mandato de Dios a sus profetas de que gritaran a voz en cuello poniendo voz a la denuncia y al grito de los pobres.
Muchas veces hay gritos y voces silenciosas. En casos de tragedias, de injusticias, de abusos, de robos de dignidad, los ojos gritan. Por el hambre en el mundo, no sólo gritan las palabras, los discursos, sino que gritan los cuerpos en los huesos, las barrigas hinchadas, la ausencia de la alegría de tantos niños y adultos que pasan hambre.
Muchas veces los gritos se ven en los rostros de las víctimas, no se escuchan. Se necesitan voceros. Sin embargo, son pocos los que usan su voz y su grito en defensa de los que, en tantas ocasiones, no nos dicen nada con sus bocas. Ni una sola queja.
No estaría mal que a los silencios de los que se expresan con sus cuerpos y sus ojos infraalimentados y sufrientes, nosotros les prestásemos nuestra voz, nuestro grito, nuestra denuncia. No sea que el callar nos haga cómplices.
Afortunadamente hay personas que lanzan su voz y su grito en defensa de los que silenciosamente están sufriendo o muriendo. No obstante, se puede afirmar que faltan voces, gritos y denuncias. Demasiadas personas en el mundo calladas. Demasiado silencio de los cristianos ante el prójimo que sufre.
Si se entendiera bien la frase, se podría decir que es necesario que la pobreza en el mundo tome protagonismo. Que tome protagonismo ese escándalo de la humanidad. Sí. Esa toma de protagonismo puede venir apoyada por la vía de la voz y el grito de los cristianos, de los hombres y mujeres del mundo que no pueden pasar de largo ante el prójimo apaleado y tirado al lado del camino.
¡Que no aumente el silencio! ¡Que se elimine el hecho de tantos espectadores silentes! ¡Que se use la voz profética! ¡Que se rescate la denuncia social retomando el ejemplo bíblico que jamás es silencioso ante la injusticia!
Faltan voces, gritos y denuncias. Las voces y los gritos de los seguidores del Maestro se echan de menos en el mundo. Las hay, pero tienen que aumentar. Existen, pero deberían hacerse notar más.
Que esas voces planteen preguntas, que se interesen por las causas de la pobreza en el mundo, por las causas de la opresión, de los desiguales repartos, de las desigualdades. Que la voz y el grito de los cristianos sea el estímulo que saca de la modorra a los pueblos de las sociedades de consumo integradas en cierto desenfreno lujoso y sean como una lluvia que sensibiliza a todos estos y les hace repensar su vida, sus prioridades, sus valores, su concepto de projimidad.
Damos gracias a Dios porque, a pesar de todo, hay voces y gritos a favor de los excluidos, de los sufrientes, de los oprimidos. Muchas de esas voces provienen, en muchas ocasiones, de personas que practican un humanismo que puede ser ateo, de hombres y mujeres que se solidarizan con las desigualdades del mundo desde un sentimiento natural que les hace compasivos desde su increencia.
Yo no entendería nunca que entre estas voces, una de las más débiles y menos comprometida, de las que no llegan a grito prestado a los sin voz, fueran las de los cristianos en el mundo. Dios decía al profeta: “¡Grita a voz en cuello!”. Había que gritar porque muchos querían buscar a Dios cada día mientras oprimían a sus trabajadores y no daban a su prójimo las ayudas asistenciales mínimas como albergar, comer y vestir. El Señor dice al profeta: ¡Grita, grita, grita!
Sí, cristianos del mundo. Hay que dar intensidad a esa voz, a esa denuncia, a ese grito. Si no, el título de este artículo seguirá sonando: Faltan voces, gritos y denuncias. Hay algunas, pero de baja intensidad. Muy pocos se van a quedar hoy roncos de tanto gritar en contra de la injusticia en el mundo y a favor del rescate de los sacrificados de la tierra. Sí, sí. Hay que gritar mucho porque los poderosos de esta tierra tienen el oído muy duro ante estas voces. No quieren ser interpelados por ellas.
Habría que retomar el mandato de Dios a sus profetas de que gritaran a voz en cuello poniendo voz a la denuncia y al grito de los pobres. Algunos, sumidos en el interior de sus iglesias, no escuchan esas voces, hay muchos oídos que no prestan atención a esas voces. Así, parece que no hay intensidad suficiente de parte de los que gritan y muchos fieles creen que esa voz no existe o, lo más grave todavía, que ellos no están llamados a escuchas ni a responder ni a esa voz ni a ese grito. Menos aún la denuncia. No son conscientes de la denuncia profética con la que entronca Jesús mismo.
Los cristianos deberían abrir más foros de debate sobre estos temas por amor al prójimo. Las iglesias, que deben ser iglesias del Reino, deberían salir a la palestra pública mostrando esos valores del Reino de Dios que son rehabilitadores, liberadores y que pone a los últimos como primeros practicando una justicia misericordiosa.
Si nuestra voz no se oye, si estamos sumidos en un silencio cómplice, si la iglesia es demasiado silente en torno a estos temas, los cristianos no deberían solamente dedicarse a plantear preguntas al mundo, sino que deberían pararse y, en primer lugar, comenzar a cuestionarse a sí mismos.
Sí. Si falta nuestra voz de apoyo a los que hablan con sus ojos tristes y sus cuerpos hambrientos, deberíamos cuestionarnos a nosotros mismos, cuestionar nuestra fe, cuestionar el que seamos auténticos seguidores del Maestro.
Quizás de este cuestionamiento, surgiera la vida, la nuestra y la de nuestro prójimo, una vida impregnada de una fe que actúa a través del amor. Quizás aprenderíamos no sólo a usar nuestra voz y gritar con coherencia, sino a actuar también dentro de las líneas de misericordia que el Señor nos ha enseñado.
Quizás llegaríamos a descubrir cuál es nuestra responsabilidad para con el prójimo y podríamos hacer de la erradicación de la pobreza una prioridad. Una prioridad que para los cristianos debería pasar de los estrictos ámbitos de una ética social y asumirla también como evangelización del mundo. Los hechos también evangelizan.
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