El Thyssen expone ‘La ilusión del lejano Oeste’, un viaje al mítico mundo del western. Allí también llegó el evangelio.
“En el Oeste, la leyenda precedió a la realidad”, dice el programa de la exposición “La ilusión del lejano Oeste”, que presenta el Museo Thyssen-Bornesmisza, estos días en Madrid. El western nos lleva a un espacio mítico, donde se desarrolla “una tragedia de nuestro tiempo” –como observó Ángel Fernández Santos–, que es “una de las pasiones contemporáneas más universales”, dice el historiador francés George-Albert Astre en su “Universo del western”.
En la exhibición, el comisario Miguel Ángel Blanco rinde “homenaje a las tierras y a los pueblos del Oeste” de la mano de artistas del siglo XIX que representaron los paisajes y las formas de vida de sus pobladores, las tribus indias, conformando la épica de un territorio salvaje, paradisíaco y peligroso. El western es el equivalente actual de las novelas de caballerías, algo de otro tiempo, que resurge una y otra vez en la literatura, el cine, la música y expresiones de la cultura popular, que van del cómic a Tarantino. Ya que su héroe, el vaquero, es una réplica del caballero andante cual guerrero que tiene el destino como único aliado.
Como vemos ya en los paisajistas del XIX, el Oeste implica una exaltación de la naturaleza, como hace Alejandro González Iñarritu en su última película con Leonardo DiCaprio, “El renacido”, que crea una mística de la Creación, al estilo de los trascendentalistas americanos. El entorno es más que un simple decorado para el drama humano. La naturaleza adquiere una existencia dramática. En el western se respira aire libre, cuando la mirada se pierde en el horizonte.
LA INOCENCIA PERDIDA
Para muchos de nosotros, el Oeste está unido a nuestra infancia. Representa el ansía de aventura que hemos asociado siempre con estas historias que alimentaron las novelas, los tebeos y películas que dan al western ese carácter de rito de paso, que tan bien refleja la versión de los Coen de “Valor de ley”. Su supuesta inocencia nos lleva a un mundo oculto de barbarie, sexo y violencia, donde “matar es la mejor prueba de que uno sigue vivo”, dice Robert Taylor en “El último cazador”. No es la muerte lo que fascina, sino la forma de matar que adquiere en la tensión del duelo, su traslación escénica.
La muerte en el Oeste se captura siempre en planos generales, raramente en plano medio y casi nunca en primeros planos. Es por eso que no nos parecen estas películas tan violentas. Los hombres caen, pero es como si no murieran. Nunca se observa la cara del asesinado. Lo único indigno es matar por la espalda. La indiferencia al mal que considera la vida como un simple valor de cambio, hace que morir sea un acto sin contenido, que sólo nos atrae por su fascinación visual.
El western nos lleva así, al pecado original sobre el que se construye la cultura estadounidense: el exterminio de sus habitantes originales. Algo que siguen sin reconocer los que unen el rifle a la Biblia y consideran a Obama, un traidor a los valores tradicionales americanos, por establecer medidas para el control de las armas.
El carácter eminentemente violento de la cultura norteamericana se pone en evidencia por su permisividad ante el espectáculo de la muerte, como entretenimiento familiar, que contrasta con el puritanismo con que se censuran todavía los desnudos en la versión americana de muchos filmes, que se incluyen sólo en su versión integral europea. Así los comentaristas cristianos de películas siguen basando su valoración moral de un film en la cantidad de piel que se vislumbre en una u otra escena, no en la violencia de sus imágenes. Son las paradojas de la cultura americana.
EN BUSCA DEL BUEN SALVAJE
Frente a este conservadurismo norteamericano, surge la mentalidad liberal que busca en el indígena, “el buen salvaje”, del que hablaba Rousseau en la Ilustración. Aparece así en los años sesenta, un nuevo western que denominamos crepuscular, donde el vaquero deja de ser un héroe, para convertirse en un hombre atropellado por su pasado, cansado y derrotado, frente a la nobleza de la cultura india que vemos en películas como “Un hombre llamado caballo”.
La exposición nos muestra como esa imagen del indígena nos llega a través de retratos de estudio, por los que conocemos a personajes como Toro Sentado o Gerónimo, así como montajes de ceremonias que se presentan como documentación etnográfica por hombres como Edward Curtis. El indio pasa de ser el asesino inclemente, o el guía amigo, para ser “el noble salvaje”, o el representante de una raza trágicamente desaparecida.
La vida de las tribus indias en las Grandes Llanuras fascinó a artistas como George Catlin, que sintieron la necesidad de mostrar su agonizante cultura. Ya en el siglo XVI hay misiones franciscanas entre los indios del sudeste de los futuros Estados Unidos, pero no será hasta un siglo después que los jesuitas hagan obra con los hurones del actual Canada. Su responsable fue torturado y asesinado por el conflicto que los enfrenta con los iroqueses.
EL APÓSTOL DE LOS INDIOS
Será un pastor congregacional, John Eliot, nacido en Inglaterra, quien se convertirá en “el apóstol de los indios” en el siglo XVII. Educado en Cambridge, se hizo pastor anglicano, cuando bajo la influencia del puritano Thomas Hooker llega al no conformismo que le lleva a Massachusetts en el verano de 1633. En Nueva Inglaterra descubre que incluso los predicadores del Evangelio, consideraban el incremento de la mortalidad de los indígenas, por las enfermedades importadas de Europa, como el medio divino para “limpiar la tierra” para “su pueblo”.
Cuando tenía ya cuarenta años de edad, Eliot aprende la lengua algonquina con un joven indígena capturado en la guerra de Pequot. Sus convertidos son separados de los que no tienen interés en el Evangelio, entre los que establece un gobierno bíblico en base al plan de Jetro en Exodo 18:21. Intenta formar así, una cultura cristiana que tiene una clara influencia europea. Busca eso sí, algo más que una conversión nominal, demorando el bautismo que administraban fácilmente los católicos. Los primeros fueron en 1651, cinco años después de las primeras profesiones de fe.
Eliot tradujo la Biblia al idioma de los indígenas y preparó a veinticuatro de ellos como evangelistas, estableciendo escuelas en cada pueblo, pero la obra misionera fue casi arruinada por la llamada Guerra del Rey Felipe. Su nombre viene del cacique de los Wampanoag, que inició una lucha el verano de 1675, tras el ahorcamiento de tres guerreros que habían dado muerte a un indio amigo de los colonos por haber informado al gobierno colonial sobre los planes de ataque del cacique. Muchos murieron indiscriminadamente a manos de colonos que procuraban vengarse de cualquiera que pareciera indígena. Eliot no se dio por vencido. Siguió fiel en la obra, hasta los 85 años, que partió con el Señor, convencido de que era Dios quien salvaba a las almas.
UN GRAN AVIVAMIENTO
De todos los misioneros que hubo entre los indios, mi favorito es David Brainerd. Murió a los 29 años. Sólo pudo trabajar entre ellos, cinco años, pero su diario –publicado por Jonathan Edwards– es todavía fuente de inspiración para muchos creyentes. Nacido en Connecticut en 1718, era hijo de un hacendado que murió cuando él tenía sólo 8 años, quedando huérfano, al fallecer su madre, a los 14. Entró en la Universidad de Yale a los 21, pero fue expulsado por un tonto comentario sobre uno de los preceptores, que dijo que no tenía más “gracia divina” que una silla. La humillación recibida y su carácter melancólico, le hacen para mí, alguien particularmente entrañable.
Siendo estudiante, escuchó un sermón de Ebenezer Pemberton sobre la necesidad de la obra misionera entre los indígenas. Estudió el idioma con un obrero veterano en Kaunaumeek (Nueva York), John Sergeant. Su trabajo fue solitario y desanimador: “estaba descorazonado”, ya que le “parecía que no iba a tener ningún éxito”. Tan grande era su depresión, que dice que su “alma se sentía cansada de la vida y deseaba grandemente la muerte”. Pasajes como éste, no los he leído en muchos relatos misioneros. Su honestidad es conmovedora. Es por eso, para mí, un héroe de la fe.
En Pensilvania, al norte de Filadelfía, conoció a un indio en las riberas del río Delaware, Tattamy, que no sólo tenía problemas con la bebida, sino que carecía de discernimiento espiritual. Esta curiosa pareja deambuló hacía el Oeste, para predicar a los indios que encontraban a lo largo del río Susquehanna. Iban a caballo, hasta que se le rompió una pata, al caerse. La enfermedad y la depresión seguían azotando a Brainerd. Se sentía culpable al creer que no había realizado nada por lo que le pagaban y se disponía a renunciar, cuando en el verano de 1745 se encontró a un grupo de indios cherokee en Crossweeksung (Nueva Jersey). Veinticinco se convirtieron. Fue el comienzo de un gran avivamiento entre los indios.
Brainerd murió de tuberculosis. Los últimos meses los pasó en la casa del gran teólogo y predicador del Avivamiento, Jonathan Edwards. Estaba enamorado de su hija Jerusha, pero no pudo casarse con ella, ya que el Día de San Valentín de 1747, ella murió de tisis. Parece que la contrajo por él. Su historia me fascina, porque a los ojos del mundo, su vida es la de un perdedor, pero ante Dios fue un siervo fiel. Como dice John Piper, “la vida de Brainerd es un vivo y poderoso testimonio de la verdad de que Dios usa santos débiles, enfermos, desanimados, golpeados, solitarios y en apuros, que claman a él día y noche, para que haga cosas asombrosas para su gloria”.
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