Marcos 6: 45-52: Jesús camina sobre las aguas. Remando de manera desatada, la noche se echa encima y comprendemos que las olas que azotan el barco pueden hundirlo
Resulta bien revelador lo que sucedió después de la alimentación de los cinco mil. Jesús podría haber aprovechado el episodio para lanzar su mensaje –relaciones públicas, creo que lo llaman– para arrastrar a la gente tras él o para avanzar los intereses de su grupo.
Esa es una conducta tan habitual que a nadie le hubiera extrañado que actuara así. De hecho, resulta habitual que se creen mitos –generalmente con poca o nula relación con la realidad– y que se utilicen para manipular la voluntad de las masas.
La historia de las apariciones falsas, de las imágenes milagrosas supuestamente encontradas o incluso de las canonizaciones de santos que nunca existieron son sólo algunos ejemplos de la falsedad erigida en arma religiosa.
Sin embargo, el Reino jamás se vale de recursos así y Jesús dio buen ejemplo de ello.
Así, Jesús envió a sus discípulos a Betsaida en barca mientras él se ocupaba de despedir a la gente (v. 45). Sin duda, Jesús era peculiar porque, como todo el mundo sabe, de esa tarea se ocupan los ayudantes.
Lo que Jesús hizo a continuación fue retirarse a orar (v. 46). En otras palabras, el rey-mesías necesitaba dirigirse a Dios quizá porque, como muestra Juan (6: 15), la gente había deseado designarlo rey.
No debería extrañarnos esa reacción porque viendo como votan en una democracia los ciudadanos cuando les dan las subvenciones, es comprensible que reconocieran como mesías a quien había demostrado semejante habilidad para darles de comer.
La tentación de ser un mesías entregado a alimentar a la gente era claramente diabólica (Lucas 4: 3-4) y Jesús ya la había rechazado. Ahora aparecía combinada con la de adelantar en su carrera mesiánica con el respaldo popular.
Jesús no sólo se negó a jugar esa carta sino que además se refugió en Dios para enfrentarse con ella lo que, dicho sea de paso, es una lección que deberíamos tener en cuenta.
Así se hizo de noche y la oscuridad sorprendió a la barca en el mar mientras él se encontraba solo en tierra (v. 47).
Era muy tarde –entre las tres y las seis de la madrugada– y, para colmo, el viento les era contrario (v. 48). Justo en ese momento, Jesús se acercó a ellos caminando sobre las aguas con la intención de adelantarlos (v. 48).
La reacción de la gente fue de auténtico pavor porque creyeron que lo que se percibía en el horizonte era un espectro (v. 49).
Curiosamente, Marcos –que recoge el testimonio de Pedro– omite la manera impetuosa, pero, a la vez, insensata en que el apóstol se lanzó al agua para encontrarse con Jesús (Mateo 14: 22 ss).
Muy posiblemente, Pedro había aprendido a esas alturas la ausencia de soberbia y espectacularidad del maestro y decidió omitirse como protagonista de un episodio en el que el único personaje relevante había sido Jesús.
Sea como fuere, en aquel mar embravecido, en medio de la madrugada, aterrados por el panorama que se ofrecía ante sus ojos, Jesús lanzó su mensaje habitual: “¡Tened ánimo. Yo soy. No temáis!”.
No abrigo la menor duda de que nuestra vida presenta no pocos paralelos con este episodio. En multitud de ocasiones, Jesús es dejado atrás mientras nosotros intentamos llegar a puerto en medio de las peores condiciones.
Remando de manera desatada, la noche se echa encima y, en medio de la negrura, comprendemos que las olas que azotan el barco pueden hundirlo. ¿Qué será de nosotros entonces naufragando en medio de un mar enfurecido?
Cuando nos hallamos en esa tesitura, es hasta posible que no veamos a Jesús que se acerca a socorrernos. La confusión, el cansancio, la brega, la desesperanza son tan grandes que lo sobrenatural se transforma en algo horrible que nos causa más desazón que consuelo.
Es entonces cuando las palabras de Jesús resuenan rezumantes de autoridad: “¡Tened ánimo. Yo soy. No temáis!”. Tened ánimo, pero no porque nos engañemos o recurramos al pensamiento positivo. Tenemos ánimo porque es él –y no otro ser– quien pronuncia esas palabras y por ello no debemos sentir temor.
Aquella noche, Jesús subió a la barca (v. 51) y la situación cambió de manera radical. Y, sin embargo, sus discípulos seguían sin enterarse. Estaban abrumados, claro está (v. 51), pero no entendían como tampoco habían entendido lo que habían contemplado apenas unas horas antes (v. 52).
No deberíamos mirar la historia con un sentimiento de autocomplacencia. Y no deberíamos hacerlo porque abundan las personas que siguen a dirigentes espirituales que, lejos de ser como Jesús, utilizan técnicas de manipulación de masas para asegurar su poder espiritual ilegítimo; porque no faltan los que se habrían quedado para que los proclamaran reyes; porque hay gentes que, sometidas a la esclavitud espiritual, darían cabida en la barca de su vida a mil y un sucedáneos de Jesús; porque nosotros mismos echamos a remar no pocas veces dejando a Jesús fuera de la nave o, simplemente, porque el temor se apodera de nosotros en multitud de ocasiones sin recordar que él está dispuesto a acompañarnos.
Para todos, comprendan o no, lo escuchen o no, lo quieran o no, siguen resonando las palabras de Jesús: “¡Tened ánimo. Yo soy. No temáis!”.
Continuará
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