Marcos 6: 7-29: Los Doce y Juan (I)
El episodio de incredulidad en Nazaret que vimos en nuestra última entrega habría desanimado a cualquiera. Sin embargo, no fue el caso de Jesús.
Por el contrario, llamó a sus doce discípulos más cercanos y los envió a predicar. El ministerio de los Doce fue único y no fue concebido jamás como una jerarquía que contaría con sucesores.
Era totalmente imposible que así fuera porque los apóstoles eran doce, precisamente, para juzgar en su día a las doce tribus de Israel (Mateo 19: 28) y sólo podían serlo aquellos que hubieran seguido a Jesús desde el inicio y fueran testigos de su resurrección (Hechos 1: 21-22).
Pretender que esa condición es objeto de sucesión constituye, pues, una terrible muestra de ignorancia o de mala fe.
Claro que los apóstoles no sólo se caracterizaban por tener encomendado el juicio de las tribus de Israel y el haber vivido con Jesús sino que además debían presentar unas características muy concretas que aparecen descritas en este pasaje.
1. La autoridad sobre los espíritus inmundos (v. 7). No deja de ser significativo que las escasas veces que Juan Pablo II se encontró con endemoniados no lograra liberar a los infelices ni en una sola ocasión a pesar de que se valió de toda la panoplia católica.
Tampoco –a decir verdad– resulta sorprendente. Sin embargo, jamás habría sucedido cosa semejante con un apóstol siquiera por el hecho de que contaba con una autoridad real que derivaba de Jesús, una autoridad que expulsaba demonios.
2. La ausencia de bienes materiales (v. 8-10). Los apóstoles se caracterizarían también por no tener bienes materiales. De hecho, sería impensable que almacenaran dinero o que contaran con una vivienda lujosa o que dispusieran de un banco.
Su caminar itinerante no sería para detenerse en las moradas de los poderosos sino para aceptar lo más humilde mientras predicaran el Evangelio.
¿Vive alguien en un palacio o en una mansión lujosa? ¿Gestiona caudales? ¿Pertenece a una confesión religiosa que dispone hasta de un banco? Si es así, nada tienen que ver con los Doce que siguieron a Jesús y mucho menos, si cabe, con las instrucciones que dio.
3. Deberían anunciar la conversión (v. 11-12). Lejos de tener un mensaje encaminado a la ceremonia, a la sumisión a una organización o a intentar ser popular los Doce debían ser muy claros en su mensaje.
El Reino de Dios se había acercado y sólo cabía entrar en él o quedarse fuera. Si ese era el caso no debían insistir (v. 11). La suerte de aquellas gentes que hubieran rechazado el mensaje del Evangelio de gracia en favor de sus creencias, tradiciones religiosas o prejuicios sería peor en el día del juicio que la de Sodoma y Gomorra. Sin embargo, no por eso debían ser perseguidas ni coaccionadas.
Si una organización ha sancionado la persecución de disidentes religiosos o de aquellos que no aceptaban su mensaje, su conducta dista mucho de la que Jesús enseñó a sus discípulos y
4. El poder de Dios se vería en ellos (v. 13). De los Doce –que marcharían no a las órdenes de Pedro sino de dos- se esperaba que manifestaran el poder de Dios.
No realizarían ceremonias ni pretenderían perdonar pecados. Pero sí expulsarían demonios. Lo harían no gracias a un manual o a un complejo ritual de exorcismos sino porque el poder de Dios los acompañaría. Por añadidura, ungirían a los enfermos con aceite y se curarían.
Si, en lugar de esa acción de Dios, lo que vemos es a gentes que repiten fórmulas sin que los espíritus inmundos salgan o que, en lugar de ungir con aceite y sanar a los enfermos, los ungen justo antes de que se mueran… bueno, sobran las palabras.
En nada se parecen a los apóstoles y pretender que los han sucedido no pasa de ser, como mínimo, un disparate grotesco, una pretensión rezumante de soberbia y una estafa espiritual.
Sin embargo, como todas las estafas, al final, los resultados son obvios.
La predicación del Evangelio implica un llamamiento a la vida del Reino, un anuncio de juicio y una manifestación del poder de Dios en las vidas de las personas que se encuentran con él. Es vida y vida en abundancia que puede satisfacer las más íntimas necesidades del ser humano.
Cuando en lugar de eso se predica la sumisión a un hombre que vive en un palacio inmenso o en una gran mansión; la práctica de ceremonias de dudoso origen y la sustitución de la Biblia por el emocionalismo y otras conductas poco recomendables… podemos calificarlo como queramos, pero, desde luego, jamás como una predicación apostólica.
Continuará
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