Inglaterra tiene para mí siempre una enorme carga emocional. Ya que no sólo viví allí los primeros años de mi vida, sino que despertó las mayores ilusiones de mi adolescencia. Es por eso que, esta mañana de otoño, La isla del tesoro –la magnífica exposición sobre Arte británico de Holbein a Hockney, que hay en la Fundación Juan March de Madrid–, me ha producido una extraña sensación de felicidad. Curiosamente, la muestra –comisariada por Richard Humphreys– encuentra en la Reforma protestante el punto de partida de la singularidad británica.
Dice la introducción a esta exhibición que “es posible que muchos no alcancen a hacerse una idea cabal de la extraordinaria dimensión y la vitalidad que conocieron las diversas manifestaciones artísticas en Gran Bretaña a partir de la iconoclastia introducida por la Reforma protestante en el siglo XVI y hasta el siglo XX”. Tras la ruptura con Roma –por un acta del Parlamento–, se decreta en 1550 que todas las “imágenes en piedra, madera, alabastro o barro, talladas, esculpidas o pintadas” sean “desfiguradas y destruidas”.
Según esta exposición, “el programa iconoclasta del rey Eduardo (VI) es aún más riguroso que los emprendidos en la misma época en otros países protestantes.” Su aversión a las imágenes es tal, que “por sus vehementes ataques a la cultura visual católica, Eduardo mereció el apelativo de Josías, rey del Antiguo Testamento que destrozaba ídolos falsos”. Este rechazo al arte religioso, ha marcado la formación de todos aquellos que hemos tenido una educación protestante.
CULTURA ICONOCLASTA
Hasta el día de hoy, me sigue siendo difícil apreciar la creación que encontramos en iglesias o monasterios. No sólo me aburre profundamente, sino que me produce un rechazo visceral, por el que prefiero cualquier temática secular a una manifestación de arte sacro. Es por eso que disfruto más de una exposición como ésta, llena de retratos y paisajes, que de la imaginaria que llena nuestros museos de tradición religiosa.
En la cultura protestante
–observa la guía de la muestra
–, “las imágenes estaban vinculadas a un texto, sobre todo a las palabras de la Biblia”
–que no puede faltar en la exhibición
–. Junto a ella, está el llamado
Libro de los mártires de John Foxe, cuyos grabados en madera nos muestran escenas a menudo truculentas, realizadas por artistas extranjeros
–sobre todo flamencos, como Gheeraerts
–, que llegan a Inglaterra en la década de 1560 como refugiados religiosos.
Tras la restauración católica, puritanos y parlamentarios se enfrentan a la monarquía que había reimplantado la cultura religiosa. El pintor alemán de Cromwell, Peter Lely, se hace famoso por sus retratos de bellezas femeninas, que evocan para muchos un mundo de placer, libertinaje y corrupción. Le sucede Kneller, un alemán que pinta no sólo aristócratas, sino también escritores, artistas, científicos y otras prominentes figuras públicas. Destacan los paisajes de Jan Siberechts y las imágenes de insectos, como vistos a través de un microscopio, por Robert Hooke.
LA CAPITAL DEL MUNDO
En el siglo XVIII, Londres se convierte en la capital del mundo. Decía entonces el Doctor Johnson –en uno de sus diarios–, que “quien está cansado de Londres, está cansado de la vida”. Los grabados sátiricos de artistas como William Hogarth, son un comentario moral a los problemas sociales de su tiempo. Su sentido crítico no conoce límites. Lo mismo se describe
La carrera de una prostituta (1732-33)
–que se ve en la muestra
–, como la hipocresía religiosa de los beatos que van a la iglesia, pero ignoran las desgracias del pobre
– como en
Los cuatro tiempos del día (1738)
–. Es la tradición moralizante del protestantismo, que vemos en la pintura holandesa.
Como en los Países Bajos, nace también una escuela de paisajes, que une la espiritualidad a la naturaleza, buscando la experiencia de sobrecogimiento ante el poder de lo sublime, que persiguen Turner y Martin. Cuando se tratan temas bíblicos
–como en el cuadro de
Josué ordenando al sol detenerse sobre Gabaón (1848), que se ve en la exposición
–, sus imágenes muestran una fuerza desconocida en el arte religioso que conocemos por las estampitas de la tradición católica. Juntos a ellos aparecen los prerrafaelitas, que combinan su interés por la naturaleza con su adhesión a la espiritualidad cristiana.
Esta sala dedicada al arte victoriano, es la que más me impresionó de la exhibición. En ella está uno de los maravillosos retratos de John Singer Sargent
–el pintor norteamericano, que se afincó en Londres, hasta su muerte
–; la fascinante imagen de Liverpool de Atkinson Grimshaw –que conocí por la portada de un libro de Joseph Conrad, que leí de adolescente,
El agente secreto–; el grabado del gato de Cheshire en
Alicia en el País de las Maravillas –una historia a la que vuelvo, una y otra vez–; o la encantadora imagen de la hija de Millais, sentada en un banco de iglesia con su Biblia al lado, primero despierta, luego dormida –
Mi primer y
Mi segundo sermón –.
PALABRA LIBERADORA
La escena histórica que aparece en esta sala victoriana, es la inauguración por la reina de la exposición internacional en el Palacio de Cristal de Londres en 1851. Trasladado a la zona que lleva su nombre en Upper Norwood –donde tengo algunas fotos en un carrito de bebé, con mis padres, cuando vivíamos allí en los años sesenta–, el palacio fue luego destruido por un incendio. Antes predicó allí Spurgeon. Se cuenta que, un día o dos antes, fue a probar el sonido. Decidió dónde colocar la plataforma y comprobó la acústica, clamando a gran voz las palabras del Evangelio “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (
Juan 1:29).
Un obrero que estaba trabajando en una de las galerías, que no sabía qué iban a hacer allí, escuchó la voz del predicador, como si fuera un mensaje del cielo. Dejó sus herramientas y se fue a casa con una enorme convicción de pecado. Tras un tiempo de lucha espiritual, encontró paz y vida en el Cordero –aunque no lo contó hasta su lecho de muerte–, por el poder de la Palabra liberadora.
A pesar del tópico, una imagen no vale mil palabras. Eso lo entendieron muy bien los judíos, que desde la ley de Moisés se niegan a representar a Dios de ninguna manera. Es la prohibición del segundo mandamiento (
Éxodo 20:4;
Deuteronomio 5:8), la que llevó al fervor iconoclasta de la Reforma. En el templo de Jerusalén había color, formas e imágenes del mundo natural (1
Reyes 6:16-18), pero no del Dios eterno, que quiere que lo adoremos por fe, al creer lo que ha revelado en su Palabra.
Si Dios hizo el hombre a su propia imagen y semejanza (Génesis 1:27), el ser humano le devuelve el favor, haciéndose un dios a su propia imagen y semejanza. Buscamos a un dios al que poder manipular, que es producto de nuestras propias manos. La cuestión no es si creemos en Dios, sino ¿en qué Dios creemos? Muchos se han hecho un dios como a ellos les gustaría que fuera –que es resultado de su imaginación–, pero ¿a qué compararemos a Dios?, se pregunta Isaías en el capítulo 40.
LA SEDUCCIÓN DE LA IMAGEN
“Uno de los autores más inteligentes que ha producido Inglaterra –según Julián Marías–, con las virtudes del país y sin sus defectos”, es C. S. Lewis. En una de las Cartas del diablo a su sobrino –que tradujo su hijo, el crítico de cine, Miguel Marías–, el autor de Crónicas de Narnia nos muestra el engaño de la idolatría: “Los humanos no parten de una percepción directa del Enemigo –dice el diablo– como la que nosotros, desdichadamente, no podemos evitar”. Puesto que “nunca han experimentado esa horrible luminosidad, ese brillo abrasador e hiriente que constituye el fondo de sufrimiento permanente de nuestras vidas”.
Por eso, le aconseja el diablo veterano a su aprendiz, “si contemplas la mente de tu paciente –o sea el creyente–, mientras reza, no verás eso; si examinas el objeto al que dirige su atención, descubrirás que se trata de un objeto compuesto y que muchos de sus ingredientes son francamente ridículos: imágenes procedentes de retratos del Enemigo –Dios– tal como se apareció durante el deshonroso episodio conocido como la Encarnación; otras, más vagas, y puede que notablemente disparatadas y pueriles, asociadas con Sus otras dos Personas; puede haber incluso elementos de aquello que el paciente adora (y de las sensaciones físicas que lo acompañan), objetivados y atribuidos al objeto reverenciado”.
Su consejo para tentarle es, por lo tanto, que “cualquiera que sea la naturaleza del objeto compuesto, debes hacer que el paciente siga dirigiendo a éste sus oraciones: a aquello que él ha creado, no a la Persona que le ha creado a él”. ¡Ese es el peligro de las imágenes! Por eso me quedo con mi cultura iconoclasta. ¡Prefiero no imaginar a Dios!
Puesto que en último caso, como dice Tozer: “la incapacidad para visualizar, indica solamente falta de imaginación, algo que no se nos echará en cara cuando estemos ante el tribunal de Cristo”. Prefiero que el arte se dedique a otras cosas…
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