Marcos 6: 1-6. “Nadie es profeta en su tierra”.
En las semanas anteriores contemplamos el relato continuado de Marcos acerca de las maneras diversas en que Jesús mostraba cómo el Reino de Dios no sólo no era una religión sino que estaba por encima de semejante concepto y lo dejaba de manifiesto con un poder que era capaz de transformar vidas e incluso de vencer la enfermedad y la muerte.
Todo ello era dado por pura gracia y por simple fe era recibido.
Sin embargo, que un mensaje sea claro no quiere decir que vaya a ser aceptado. Los seres humanos prefieren no pocas veces aferrarse a sus tradiciones, a su visión de la religión, a lo que han creído toda la vida antes que confiarse a la generosidad de Dios.
El episodio que relata ahora Marcos precisamente confirma todo esto.
Cuando Jesús llegó a Nazaret y comenzó a predicar, la reacción de la gente no fue la de recibir con alegría aquel mensaje de gracia del Reino.
Todo lo contrario. Inmediatamente, intentaron descalificar aquella predicación que era distinta de su tradición religiosa recurriendo al ataque “ad hominem”. Jesús no era más que el hijo de María y el hermano de Santiago, José, Simón y Judas además de al menos dos mujeres.
Incluso podrían haber añadido que sus hermanos –como nos cuenta Juan 7: 3-5– no creían en él lo que, dicho sea de paso, no era sino un cumplimiento de la profecía mesiánica que indica que los hijos de la madre del mesías no creerían en él (Salmo 69: 8).
No, los esquemas de años, quizá de siglos, no se los iba a alterar un artesano con una madre viuda que tenía un montón de hijos.
La respuesta de Jesús ante esa incredulidad sobrecoge.
El profeta es alguien que, por regla general, no es aceptado ni en su patria, ni entre sus familiares, ni en su propia casa. Su destino suele ser trágico y así resulta porque son pocos los que están dispuestos a deshacerse de prejuicios que, ciertamente, son dañinos, pero a los que llevan aferrados desde tiempo inmemorial.
Es verdad que si aceptaran esa predicación del Reino a través de la fe recibirían bendiciones indescriptibles como las que hemos visto en los versículos anteriores. Pero eso significaría reconocer su incapacidad, su impotencia, su error, su pecado, su incapacidad para salvarse por si mismos y semejante reconocimiento de la realidad les resulta insoportable.
Se quejan, pero, a la vez, no quieren separarse de ídolos largamente venerados. Desean ser libres, pero besan las cadenas que los esclavizan espiritualmente. Lamentan su suerte, pero han cerrado la puerta al único que puede cambiarla.
Gente así jamás recibirá las bendiciones de Dios. Como dice el evangelista (v. 5), esa gente jamás recibirá un milagro.
Sin embargo, tal y como relata Marcos, no todos son así. Siempre existe un grupo que, humildemente, cree y por ello recibirá la bendición de Dios (v. 5).
La incredulidad es tan absurda que el propio Jesús se maravillaba de ella (v. 6), pero, a la vez, es innegable.
Lo que cada uno debe preguntarse es si seguirá aferrado a sus tradiciones y prejuicios, a su religión y ceremonias o, por el contrario, abrirá su corazón a Jesús y a la predicación del Reino.
Lo primero puede producir una cierta satisfacción derivada de una soberbia espiritual carente de la menor base; lo segundo constituye el único camino para recibir las bendiciones genuinas de Dios.
Continuará
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