Marcos 5: 21-43: La hija de Jairo y el paralelismo con la mujer con flujo de sangre (II)
En la última entrega del Evangelio de Marcos, nos quedamos en el momento en que la mujer que sufría flujo de sangre fue curada por Jesús no por obras, ritos o méritos sino porque estuvo dispuesta a reconocer su total impotencia y recibir lo que Jesús le ofrecía a través de la fe.
Como tantas veces antes o después, la mujer pudo recibir el toque salvador de Jesús por pura gracia, por bondad inmerecida, por misericordia de Dios apropiadas a través de la fe.
Pero la historia no terminó ahí. La hija del principal de la sinagoga continuaba agonizando y, lógicamente, su padre estaba más que nunca interesado en que Jesús se ocupara de ella como había hecho con aquella mujer.
Sin embargo, justo en ese momento, aquel hombre recibió un golpe de consideración. Unas personas procedentes de su casa le informaron de que no tenía sentido seguir molestando a aquel maestro porque la niña había muerto (v. 35). Es fácil de entender que aquellas palabras ponían fin a todo el episodio.
En las horas anteriores, aquel hombre había arriesgado su reputación de principal de la sinagoga acudiendo a pedir ayuda a un sujeto que recorría las poblaciones contando parábolas y, supuestamente curando gente.
Por unos instantes, al ver la curación de la mujer, pudo sentirse extraordinariamente dichoso, incluso eufórico, pero ahora, de la manera más cruel, todo llegaba a su final. Si aquel padre no rompió a llorar en ese momento debió ser por muy poco.
Si Jesús hubiera sido un hombre religioso al uso, probablemente, habría expresado sus condolencias a aquel padre, le habría encaminado hacia las ceremonias religiosas al uso y se habría despedido de él. Pero Jesús no era un sacerdote ni tampoco un simple rabino. Era el mesías-siervo y le dijo al hombre cuál debía ser su comportamiento: “no temas, cree solamente” (v. 36).
Como en el caso de la mujer, Jesús no esperaba de aquel hombre que realizara ceremonias, diera dinero en el templo o se entregara a cualquier tipo de obras religiosas. No. Lo que esperaba de él era que no tuviera miedo y que creyera.
A continuación, se dirigió a la casa.
Si la teología católica sobre el papado tuviera el menor atisbo de base bíblica, Jesús hubiera pedido sólo a Pedro que lo acompañara. Pero esa teología carece del menor fundamento y Jesús se hizo acompañar de Pedro y de los dos hijos de Zebedeo, Santiago (o Jacobo) y Juan.
De manera bien significativa, un par de décadas después, Pablo contaría como en Jerusalén se había encontrado con Pedro, Juan y otro Santiago, el hermano de Jesús, y cómo los tres eran considerados columnas de la iglesia sin que ninguno sobresaliera sobre el otro (Gálatas 2: 9). Ciertamente, eso es lo que cuenta la Historia que -¿puede sorprender?– no es lo mismo que lo que pretende el dogma católico. Pero continuemos con el hilo del relato.
Cuando Jesús llegó a la casa se encontró con la ceremonia religiosa al uso. El ritual de los funerales –que no vamos a describir aquí– iba desde el desgarro de las vestiduras al número de días de luto o a la forma en que debía guardarse el ayuno. A decir verdad, la práctica judía enfatizaba sobre todo el concepto del dolor originado por la separación.
Fuera cual fuera el efecto que causara en los familiares, era innegable que no traía de regreso de la muerte a nadie. La religión tiene, obviamente, sus limitaciones.
Que en medio de ese ambiente Jesús se atreviera a decir que la niña no había muerto (v. 39) -¿y entonces qué estaba haciendo toda aquella gente?– y que pretendiera echar a todos a la calle quedándose solo con los padres y el cadáver desafiaba cualquier convención. Pero, por encima de todo, ponía a prueba una vez más la fe del principal de la sinagoga.
Mientras la gente se reía de aquel peculiar sujeto que se hacía llamar Jesús (v. 40), es posible que el padre se preguntara si todo no había ido demasiado lejos. Es verdad que la mujer aquella había dicho unos minutos antes que había sido curada, pero una cosa era una enfermedad y otra, la muerte. ¿Y si Jesús no conseguía nada? ¿Y si aquellas carcajadas que lanzaban los presentes, se dirigían luego contra él? ¿Y si acababa por perder la consideración de que disfrutaba como principal de la sinagoga? ¿Y si en vez de respeto ya sólo escuchaba burlas?
Jesús no había exagerado un ápice al decirle que no temiera porque todas aquellas posibilidades eran ciertas y cada una de ellas bastaba para provocar temor. De hecho, aquel miedo multiforme sólo podía ser vencido si creía… pero ¿podía creer? Sí. Cuando Jesús expulsó a la gente de la habitación, no se lo impidió. Por el contrario, le dejó actuar. Creyó en él (v. 40).
El versículo 41 tiene todo el sabor de un testigo ocular. De alguien que no sólo recordaba cómo Jesús había tomado la mano de la niña sino que además se había dirigido a ella en arameo, la lengua vulgar de la época, llamándola “niña” (taliza) y ordenándole que se levantara (qumi).
La niña efectivamente se levantó y comenzó a caminar, pero Marcos nos proporciona en ese momento un dato sobrecogedor: tenía doce años. Ésa era la edad en que la niña se convertía en mujer en la sociedad judía.
Por supuesto, la pérdida de una hija –o de un hijo– siempre es dolorosa, pero aquella lo era de manera especial. Justo cuando la niña iba a dar ese paso de convertirse en mujer, un paso que llenaba de orgullo a los padres, justo en ese momento, había enfermado mortalmente. La flor de la vida había quedado cortada justo cuando iba a abrirse.
De manera bien significativa, la mujer que padecía flujo de sangre había estado atormentada por esa dolencia también doce años (v. 25). Aquella mujer, la mayor, había dejado de ser una mujer en el sentido pleno doce años atrás; la otra, la niña a punto de convertirse en mujer, había estado a punto de no alcanzar nunca ese estado.
Si una y otra se habían convertido en mujeres completas, a pesar de las diferencias entre ambas, se había debido no a sus obras, a sus méritos o a las ceremonias. Había sido gracias a la acción del rey-mesías.
De hecho, no hay mujer –ni hombre, dicho sea de paso– que pueda considerarse completa sin Jesús. Por cierto, ese Jesús había utilizado la fe de la mujer y la del padre de la niña como canal para otorgar una inmerecida bendición.
No sorprende que los que habían visto todo se quedaran espantados (v. 42). Aquello no se parecía a nada.
Claro que tampoco se parecía a nada de lo que habían conocido lo que hizo Jesús a continuación. La Historia de las religiones está repleta de milagros –en la aplastante mayoría de casos falsos hasta la médula– que son utilizados para el avance de una religión concreta. La propaganda tiene como finalidad ayudar a ganar terreno a cualquier movimiento y si esa propaganda pretende que además se producen curaciones inexplicables el efecto es mayor. Jesús –lo hemos visto antes rechazaba frontalmente ese tipo de propaganda.
Habría que haber contemplado su rostro si hubiera tenido ocasión de ver cómo templos supuestamente relacionados con él están llenos de miembros realizados en cera o madera para difundir la supuesta curación realizada por un santo o una virgen. Ciertamente, pocas cosas más lejos del comportamiento de Jesús.
Pero igual que a Jesús le repugnaba la utilización de las acciones de Dios –y ésas eran verdaderas no como las relacionadas con ciertos santuarios– sí le preocupaban las personas. El v. 43 concluye con una nota rezumante de significado: “dijo que le dieran de comer”.
Jesús no tenía su corazón ni en exhibirse, ni en recibir la alabanza de los poderosos, ni en acumular poder ni en tantas cosas que caracterizan a los dirigentes religiosos a lo largo de la Historia. Pero amaba lo suficiente al género humano como para atender al hambre de una niña que había regresado de entre los muertos para convertirse en mujer.
Continuará
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