Marcos 5: 21-43: La hija de Jairo y la mujer con flujo de sangre (I)
No sabemos cómo andaría el cuerpo de los discípulos más cercanos de Jesús al llegar aquella mañana, pero lo más seguro es que se sintieran molidos. La tarde anterior, una tempestad los había sacudido el cuerpo, el alma y el espíritu en la idea de que podían hundirse en el mar de Galilea y morir; por la noche, habían contemplado -seguramente con pavor- a un endemoniado que lanzaba terribles alaridos, a una piara de cerdos aterrados que se despeñaba en el mar y a un pueblo presa del pánico que prefería tener en paz a los cerdos que a las personas.
Luego habían cruzado de nuevo el mar de Galilea casi empujados por los habitantes de Gadara y al llegar a la otra orilla se dieron de manos a boca con una multitud que esperaba a Jesús. Que lo esperaba y lo reclamaba, pero que no tuvo el detalle de ofrecerles ni desayuno ni la oportunidad de descansar.
A decir verdad, uno de los principales de la sinagoga llamado Jairo se abalanzó sobre Jesús de manera comprensiblemente insistente ya que su hija se estaba muriendo (v. 23). Ya era bastante molesto el tener que soportar a Jairo, pero la idea de que además la multitud se les echara encima y los apretujara debió exigir no poca paciencia (v. 24).
Es posible que en medio de aquella gente fueran más numerosos los curiosos o los supersticiosos que los que verdaderamente estaban dispuestos a acercarse a Jesús con la fe que puede recibir.
Sin embargo, entre ellos sí había una mujer en esa situación. Hacía nada menos que doce años que sufría flujo de sangre (v. 25) y los médicos no sólo no la habían ayudado lo más mínimo en su dolencia sino que además había empeorado y se había quedado sin recursos económicos (v. 26). No sólo eso.
El flujo de sangre según la Torah provocaba en la persona que lo padecía un estado de impureza ritual. Ese estado había impedido durante doce años que aquella mujer pudiera ser tocada, abrazada o acariciada porque el que lo hubiera hecho habría contraído inmediatamente su misma impureza.
De manera que aquellos doce años no sólo habían significado enfermedad, dolor y empobrecimiento sino también una lacerante soledad que nadie, absolutamente nadie, había remediado y que la religión si acaso había convertido en más opresiva.
Si había alguien consciente de hasta qué punto los méritos, los esfuerzos y las obras humanas eran absolutamente inútiles para salir de su situación era precisamente ella. Pero, precisamente por eso, seguramente creía que podía esperar recibir algo de Jesús.
A esas alturas, no eran pocos los que ya se habían dado cuenta de que Jesús no predicaba la religión sino el Reino de Dios y sabían que ese Reino estaba abierto incluso a la gente más impura. Sólo tenían que reconocer su verdadera situación y acogerse a la misericordia de Dios. Su fe era precisamente el canal que permitía absorber la bendición de Dios.
Consciente de aquello, la mujer se acercó a Jesús para tocar su manto (v. 27-28) y apenas lo hizo, el flujo de sangre que había durado doce años se detuvo.
Jesús se percató (v. 30) de que alguien había tocado sus vestiduras y volviéndose preguntó quién había sido.
Para los discípulos de Jesús –quizá todavía empapados de la tormenta de unas horas atrás y pasmados por lo que habían visto en Gadara– aquella pregunta debió sonar hasta molesta. Uno se imagina la cara de aquellos infelices temiéndose un nuevo episodio como los que habían vivido poco antes y diciendo con cara de apenas oculto fastidio eso de “si hay un montón de gente que nos apretuja, ¿qué quiere decir esto de que te han tocado?” (v. 31).
La mujer que padecía flujo de sangre se adelantó finalmente y se postró ante Jesús para confesar que había sido ella (v. 33).
Las palabras que pronunció entonces Jesús constituyen todo un tratado de la teología del Reino cuya base es la inmerecida gracia de Dios. Jesús podía haberle dicho de haber creído en ello que había sido salvada por sus obras. A fin de cuentas, ¿no era ella la única que lo había tocado? A fin de cuentas, ¿no había ido hasta él?
Incluso Jesús podría, de haber querido, haberle exigido algún tipo de pago por la salvación recibida. Conductas semejantes eran comunes en las religiones de alrededor de Israel y lo son hoy en día en algunas confesiones que se presentan como cristianas.
Pero Jesús no podía hacer eso, no podía enseñar que la mujer tenía méritos para ser salvada, no podía otorgar esa salvación a cambio de algo y no podía hacerlo porque habría implicado prostituir hasta las raíces el mensaje del Reino que llevaba predicando meses.
Por eso, lo que Jesús le dijo a la mujer fue: “Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda sana de tu azote” (v. 34).
Dios no es un miserable mercachifle que negocia con los seres humanos la salvación. No mira si su suma de obras supuestamente piadosas, de oraciones, de ritos, de ceremonias, ascienden a un número suficiente de puntos como para otorgar bendiciones y vida eterna.
Semejante conducta es la propia del paganismo, pero no lo es del mensaje de Jesús. Dios da gratis al que, reconociéndose indigno pecador, acude a él dispuesto a recibir mediante la fe Su salvación. Esa fe es el canal abierto, la mano extendida, la puerta franqueada que permite que la salvación totalmente inmerecida sea recibida y se convierta en una realidad.
La gente –sea en el paganismo clásico o en otras religiones– que cree que su salvación deriva de los méritos y las obras siempre cae en el horrible pecado de sentirse orgulloso de sus obras, de sus méritos supuestos y de la entidad religiosa a la que pertenece.
Por el contrario, aquellos que saben –sabemos– que la salvación es pura gracia inmerecida de Dios sólo pueden –podemos– sentirnos orgullosos de Dios y de Su amor. De ese impacto en sus –nuestras– vidas nace una paz que jamás tiene el que pretende que la salvación se debe a sus obras y méritos.
Igualmente procede una curación que es imposible en términos humanos, pero innegable en los espirituales. Fue lo que sintió aquella mujer a la que nadie salvó y a la que nadie había podido ayudar.
Por eso, aquella mujer también podía ser llamada “hija” porque los hijos no son todos los seres humanos como se suele afirmar a veces sino sólo aquellos que han recibido mediante la fe a Jesús conscientes de que sus méritos de nada valen (Juan 1: 12).
Es lógico que así sea. A fin de cuentas, el que trabaja para obtener un rendimiento puede ser un asalariado o un esclavo, pero jamás un hijo cercano al corazón de su padre. Aquella mujer lo supo con una profundidad que ningún tratado de teología podría expresar en profundidad jamás.
Pero la historia no concluyó ahí.
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