Cuando el Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, no dudamos en entregar lo que haya que entregar por amor y gratitud.
Este texto es una versión – levemente corregida – de una ponencia (intento evitar presentar textos tan largos en mi blog) que compartí en un foro organizado por estudiantes de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Santiago el pasado miércoles 4 de junio. Fue presentada en una pequeña sala repleta (calculamos unas 60 personas) en el campus San Joaquín. Por eso, el título de la ponencia es el mismo título del foro. Junto a mí presentaron sus perspectivas un pastor y teólogo luterano, llamado Marcelo Huenulef, y un psicólogo católico-romano que trabaja con grupos de homosexuales que buscan vivir su fe católica, llamado Tomás Ojeda. Espero que el presente texto les sea de edificación:
Introducción:
Hay muchas maneras de hablar sobre la homosexualidad. Desde distintas miradas, perspectivas, sujetos. Es un asunto que se aborda desde distintas hermenéuticas. Así en plural. Y no creo haber sido invitado aquí para dejar en casa mi hermenéutica, sino para traerla y para compartir desde ella cómo veo la realidad de la atracción a personas del mismo sexo.
Así que quiero ser el primero en salir del armario: soy evangélico conservador. Y quiero hoy, aquí, hablar como evangélico, o sea como alguien centrado en el Evangelio y que ha encontrado en la Buena Noticia de Jesús el sentido, propósito y centro de su existencia y cosmovisión. No oculto mis colores, por un lado, pero por otro también quiero intentar recuperar una palabra, una etiqueta que me pertenece. No quiero que ciertos grupos caracterizados por su ignorancia, su intolerancia y sus manifestaciones homofóbicas en plazas públicas se adueñen de ese título que, con justa razón, también me pertenece. Está de moda entre evangélicos históricos y contemporáneos negar ese título para no ser confundido con ciertos grupos intolerantes. Prefieren llamarse “protestantes”, “reformados” o, simplemente “cristianos”. No quiero seguir esa tendencia hoy, aunque es verdad que soy protestante y que suscribo una confesionalidad reformada. Hoy ante Uds. quiero ser simplemente eso: evangélico. Aunque puede que a alguno de Uds. este nombre le traiga, en un primer momento, asociaciones con manifestaciones homofóbicas o de intolerancia extrema.
Desde esta mirada evangélica que les traigo hoy (que se caracteriza por una hermenéutica más histórico-gramática que crítica, que se acerca a la Escritura desde el paradigma de que ella es un libro único porque ha sido inspirado por el Espíritu Santo como revelación infalible y que es más que un texto para ser interpretado: es la lente desde el cual se interpreta todo texto y toda experiencia) quiero compartir con Uds. sólo 3 puntos:
1. Nadie se va al infierno por ser homosexual, del mismo modo que nadie se va al cielo por ser heterosexual:
La Biblia nos dice que la razón por la cual hay muerte, destrucción y condenación sobre la humanidad es porque hombres y mujeres quieren vivir vidas independientes de Dios. Lo que la Biblia llama “pecado” es algo mucho más profundo que actos o conductas pecaminosas o “indecentes”, sean de la naturaleza que sea (sociales, sexuales etc.).
El pecado es una condición del corazón que heterosexuales y homosexuales compartimos por igual: queremos vivir independientes de Dios. Queremos ser nuestros propios SEÑORES, embriagándonos de la idea de que libertad es autonomía: siendo rebeldes, alternativos, de mentalidad rompedora que va contra todo status quo establecido. O queremos ser nuestros propios SALVADORES: siendo correctos, buscando superioridad moral y queriendo cumplir al pie de la letra las expectativas de decencia y rectitud moral que otros esperan de nosotros. Esto es el pecado: la separación espiritual de Dios como único SEÑOR y SALVADOR, una condición del corazón que nos deja solos, agotados por dentro y sin rumbo en esta vida.
Probablemente una de las mejores definiciones de pecado la dio San Agustín cuando dijo que el pecado es “amor desordenado”. Esta es la raíz de cualquier condenación que se cierne sobre la humanidad: que nos hemos apartado de Dios y que hemos amado más a nosotros mismos que a Dios. Hemos amado más las tinieblas que la luz. Hemos amado más a las cosas que a las personas. De hecho, hemos usado personas, hemos amado cosas y hemos asumido que nuestra relación con Dios se fundamenta en una relación comercial, neo-liberal de mercado, de oferta y demanda.
Lo más curioso es que, hasta donde he podido ver y experimentar, conservadores y progresistas por igual parten desde esta misma premisa: que a Dios hay que comprarlo, con buenas obras, con rectitud moral, con esfuerzo, siendo “buenas personas”. Y la diferencia está en cómo cada lado define “buena persona”. Para unos, una “buena persona” es alguien que no presta su cuerpo y su mente para perversiones, que cumple con los parámetros de decencia que la sociedad, el cristianismo histórico, la Biblia y la naturaleza imponen sobre la humanidad. Para otros, en cambio, una “buena persona” es alguien que no teme ser todo lo gay que puede llegar a ser, alguien que ha salido del armario y se asume, que ama su libertad y la vive, alguien que tiene conciencia social hacia el oprimido y que no oprime ni reprime al otro sólo porque es distinto.
Como evangélico, leo en la Biblia que ambos están IGUALMENTE equivocados. Porque ambos creen que se puede ser “buena persona” y la Biblia dice claramente que “no hay justo ni siquiera uno”. Se cita mucho en algunos círculos evangélicos homofóbicos la declaración de Pablo en Romanos 1 donde afirma que entre las transgresiones de la humanidad está el hecho de que “hombres con hombres cometen actos vergonzosos, al igual que las mujeres, dejando el uso natural de su cuerpo”, pero ellos mismos olvidan convenientemente que eso está dentro de un contexto muy claro: Pablo en toda esa sección está hablando (desde Romanos 1.18 al 3.23) que toda la humanidad, incluso aquellos que se creen decentes o religiosos, están igualmente bajo condenación, porque todos están igualmente lejos de Dios, no importando cuánto se esfuercen por alcanzarlo.
Resumiendo, en mi primer punto quiero ser, si me permiten, más conservador que los conservadores: los homosexuales no son condenados por su orientación homosexual (como si los heterosexuales fueran salvos por su orientación heterosexual). La condenación es una oscura nube que se cierne sobre todos: no importa cuán gay o cuán “decente” sea. Disculpen los estereotipos, pero es sólo para fines ilustrativos: El padre suburbano de familia, heterosexual, religioso, fiel a su esposa, que trabaja en horario de oficina de lunes a viernes y va a la iglesia los domingos, está bajo la misma condenación que su hijo homosexual, que se fue enojado de casa, trabaja free-lance, vive más de noche que de día y comparte departamento con una pareja en el centro. “NO HAY JUSTO NI AÚN UNO”. “PORQUE TODOS PECARON Y ESTÁN DESTITUIDOS DE LA GLORIA DE DIOS”.
2. Debido a nuestro pecado buscamos vivir estilos de vida que no son conforme al diseño de Dios para la humanidad:
Y esta es la parte que puede ser más controversial hoy en día desde una mirada evangélica de la homosexualidad. Porque entre los varios estilos de vida que no serían conforme al diseño de Dios para la humanidad está, efectivamente, la homosexualidad.
Tengo conciencia que esto puede ser considerado una especie de discurso de odio, pero antes que se precipiten quiero decirles que toda vez que la Biblia rechaza la conducta homosexual, tanto del sexualmente activo (arsenokoitai) como del que sólo fantasea en su mente y mantiene voluntariamente actitudes que no corresponden a su sexo (malakoi): (1) lo hace dentro de una lista de otros quiebres del diseño como: un estilo de vida chismoso, la arrogancia de creerse superior moralmente, el codiciar “heterosexualmente” a alguien que es compañero(a) de otro(a), etc. y (2) que estas conductas no son la causa de la condenación, sino la consecuencia de que ya estamos perdidos, lejos de Dios. Observen los siguientes textos bíblicos para corroborar esta idea: Romanos 1.24-32; 1ª Corintios 6.9-11; 1ª Timoteo 1.8-11.
Este es un punto muy importante para mí como evangélico: todos nosotros quebramos el diseño de Dios para la vida humana. De distintas maneras, en distintos contextos y esto es preocupante según la Biblia no porque estos quiebres de diseño sean la causa de nuestra condenación sino porque son resultado palpable de cuán lejos estamos de Dios. Y lo opuesto, por lo tanto, también es verdad: no es cambiando de conducta o de orientación sexual que alguien se salva. No es dejando un estilo de vida homosexual que alguien va a encontrar el cielo o la salvación. Por eso, también, tiendo a ser escéptico de terapias ofrecidas indiscriminadamente para “curar a gays”.
Sólo hay un modo de ser salvo. Como enfatizó Lutero: ¡por la fe sola! ¡Por Cristo solo! ¡Por gracia sola! Es cuando entiendo y creo que Jesús, como perfecto Hijo de Dios, vivió una vida perfecta en mi lugar, me sustituyó porque me amó con amor inmerecido, así que tomó mi culpa y condenación y venció donde yo fracasé y fracaso constantemente. Por lo tanto, sin mediar obras de auto-perfeccionamiento, sin mediar esfuerzos humanos, sin mediar méritos (porque Dios nos invita a una relación de AMOR, no a una relación comercial de “dame-para-que-yo-te-dé-a-cambio”), Él regala la salvación a quienes creen porque Él sabe que no podemos salvarnos a nosotros mismos, pues somos esclavos de nuestra vida yo-céntrica.
Y en este sentido, como evangélico, permítanme decirles lo siguiente: creo que el Evangelio es radicalmente distinto a cualquier religión. Porque la religión consiste en un conjunto de buenos consejos, de buenas advertencias y de buenas instrucciones para elevarnos y llevarnos a Dios. ¡Pero esto no es posible! Porque no hay justo ni aún uno. Así que es ahí donde el Evangelio rompe con todo: porque el Evangelio es la BUENA NOTICIA de que Dios mismo hizo TODO el esfuerzo y toda la obra y Él bajó para encontrarnos donde estábamos y regalarnos su salvación.
Permítanme aquí, ahora, ser más liberal que los liberales: no es abriendo tu mente y estilo de vida a un modo más “progre” de pensar y de vivir que te salvas. No es redefiniendo el concepto de “buena persona”, ni abandonando los conceptos conservadores de “ser bueno”, ni abrazando conceptos más modernos, alternativos, relevantes a las ideologías de turno de alguien “bueno”. No necesitas redefinir el significado de “buena persona” para salvarte, sino hacer algo más radical: abandonar por completo la ilusión de que alguien puede ser buena persona. Porque ningún tipo de esfuerzo por ser “bueno” te hará merecer el amor de Dios. El amor de Dios es un regalo inmerecido. Dios no te ama porque eres valioso. Dios te da valor al amarte. Y él te ama porque su voluntad es libre y soberana. Él te amó de pura gracia y su amor te da valor.
Esta es la idea de C. S. Lewis cuando afirmó que “los cristianos no creemos que Dios nos ama porque somos buenos. Al contrario: creemos que Dios nos ama a pesar de que no podemos ser buenos y porque nos ama, nos hará buenos.”
Así que ¿hay aquí un discurso de odio? No creo. Por siglos el cristianismo ha creído y enseñado que todos por igual tienen derecho a rehacer su estilo de vida, aunque haya dificultades, tropiezos, reincidencias. Y aunque es verdad que muchas iglesias, en distintos momentos, no han sido coherentes con esta proclamación, la verdad es que en muchos otros momentos sí lo ha sido, acogiendo a traficantes de esclavos, acogiendo a jóvenes desobedientes a los padres, acogiendo a chismosos, acogiendo a maridos heterosexuales que traicionan a sus mujeres con su mente y sus cuerpos, etc. Todos estos son quiebres del diseño y a todas estas personas se les ha dicho que ese no es un estilo de vida que permita el florecimiento de la humanidad, según la Palabra de Dios. Así que se les ha invitado, mediante el amor y la vida en comunidad, a encontrar maneras creativas de abandonar un estilo de vida que quiebra el diseño de Dios. Pero esto, desde una perspectiva evangélica, no es entendido como una precondición para ser aceptado por Dios, sino un fruto (a veces duro de lograr, pero fruto al fin y al cabo) de que Dios ya nos aceptó y adoptó como hijos a pesar de que ninguno de nosotros vivimos 100% conforme al diseño.
Si esto es verdad para chismosos, para jóvenes desobedientes, para maridos heterosexuales que no aman a sus esposas, entonces también lo es para homosexuales.
Y aquí viene el 3º punto:
3. La gracia y el amor de Dios son tan poderosos que redefinen nuestra identidad:
El famoso texto de Pablo de 1ª Corintios 6 afirma en el v. 11 que muchos en la comunidad cristiana de Corinto YA HABÍAN SIDO homosexuales (sexualmente activos y otros pasivos: arsenokoitai y malakoi), pero ya habían sido lavados por la gracia de Dios. En otro lugar dice, incluso, que para los que están en Cristo Jesús todas las cosas son hechas nuevas. Esto, si lo pensamos bien, es escandaloso porque relativiza los absolutos humanos desde los cuales forjamos nuestras identidades.
La Buena Noticia del amor y la gracia de Cristo tornan relativo lo que antes era absoluto, desafiándonos a redefinir por completo nuestra identidad. Porque el amor de Jesús, conforme ha sido revelado en la Escritura, pasa a ser el único absoluto y esto implica abandonar la idea de que mi identidad se construye primariamente desde otras cosas, incluyendo mi sexualidad.
Desde una mirada evangélica, Jesús me libera de construir mi identidad a partir de las cosas INMANENTES, como mi profesión, mi estatus, mi vocación (aunque esta sea religiosa), mi etnia, mi familia, mi clan o mi sexualidad. Desde esta perspectiva, la idea de un movimiento que reivindique un “orgullo gay” resulta tan curiosa como la de un movimiento que reivindique el “orgullo Muñoz”, el “orgullo clase media aspiracional” o el “orgullo abogadil”. Jesús nos hace libres invitándonos a construir nuestra identidad cristiana desde lo TRASCENDENTE, desde el Totalmente Otro: el trascendente amor paternal de Dios y Su gracia inmerecida. Mi identidad ahora se forja a partir de la declaración que Dios hace (por Su gracia mediante la fe en la justicia de Cristo que me es imputada): “Tú eres mi hijo amado. En ti siento gran deleite”. Y de ahora en adelante, esto es lo que me define.
Jesús lo dice así: un hombre encontró una perla de gran precio en un campo de dudosa calidad. Y vendió todo lo que tenía para comprarse ese campo. ¿Por qué? Porque esa perla valía mucho más que todo lo que poseía y que lo que podía llegar a poseer en 2 vidas de duro trabajo. Así que no lo dudó y lo compró, pero a todos les pareció una decisión absurda, sin sentido.
Por eso miles de cristianos que sienten atracción al mismo sexo a lo largo de la historia han encontrado una libertad tan real y una libertad “tan libre” que no está presa ni siquiera a las inclinaciones y pasiones y pueden llegar a enamorarse de alguien del sexo opuesto y formar familia, sin ocultar su inclinación ni lo que un día fueron. Tal es el caso, por ejemplo, de la profesora universitaria Rosaria Champagne Butterfield, especialista en estudios de género de la Syracuse University, quien al encontrar a Cristo en el Evangelio, abandonó su estilo de vida lésbico y tiempo después se enamoró de un hombre, se casó y formó familia con él, un pastor presbiteriano. Su testimonio está relatado en su libro “The Secrets Thoughts of an Unlikely Convert”, publicado en 2012.
Otros miles de cristianos que sienten atracción al mismo sexo han optado por el celibato (no clerical) por amor a Jesús; han constituido novedosas formas de formar familia mediante el amor de una comunidad cristiana que han sido sus padres, compañeros e hijos espirituales. Han renunciado a la posibilidad de una vida erótica, no porque quieren ganar puntos para agradar a Dios con su sacrificio, sino porque ya encontraron un tesoro mayor en el amor inmerecido del Padre. Tal es el caso de uno de mis héroes personales, el profesor de Nuevo Testamento Wesley Hill, quien cuenta su testimonio en el maravilloso libro “Washed and Waiting” publicado por Zondervan. Junto a él muchos creyentes fieles destacan en esta renuncia, como el sacerdote holandés Henri Nouwen o el pastor y teólogo Vaughan Roberts, por nombrar sólo un par.
Esto parece locura. ¿Opresión heterosexual contra los homosexuales? La verdad es que la respuesta es un rotundo ¡NO! Porque todos los cristianos somos llamados a abandonar las cosas que más amamos a medida que amamos a Jesús sobre todas las cosas.
Ninguna enseñanza es más igualitaria que la enseñanza cristiana sobre la renuncia a las cosas que más amamos, aquellas que, cuando estamos lejos de Él, tienden a definir nuestra identidad. Jesús dijo claramente en Lucas 14: “nadie que no renuncia a todo lo que más ama puede ser mi discípulo”.
En estos tiempos de exigir reivindicaciones y derechos, hablar de renuncia puede ser contraproducente, pido disculpas por eso, pero debo hacerlo. ¿Por qué alguien abandonaría la posibilidad de completarse sexualmente, por ejemplo? ¿Por qué alguien renunciaría al único absoluto que parece prevalecer en estos días de relativismo (el gozo sexual en una relación erótica con un compañero o compañera)?
Pero si en algo Jesús y Pablo fueron consecuentes y claros fue en que seguir a Jesús era algo radical, no se puede amar a nada más de lo que se ama a Cristo, y todo lo que antes uno valoraba más que nada puede llegar a ser considerado basura cuando uno se encuentra con el amor de Dios en el Evangelio. Cristo es el tesoro mayor.
Pablo en Filipenses 3 llega incluso a referirse a su condición como judío – sin duda alguna, una condición genética inalterable – como una de las cosas que él ha considerado como “basura” a fin de ganar más de Cristo en su vida. Así de radical es la redefinición de identidad de quienes han sido alcanzados por la gracia de Dios en Jesús.
Conclusión:
Quisiera terminar leyendo las palabras de un sacerdote católico, creyente fiel en Jesús que sentía atracción por el mismo sexo. Él se llamaba Henri Nouwen y creo que sus palabras reflejan muy bien esta perspectiva evangélica que he querido exponer sucintamente hoy:
“Cuando nos enteramos de que alguien verdaderamente nos acepta por completo, queremos entregar todo lo que podemos y, a menudo, al entregar, descubrimos que tenemos mucho más de lo que creíamos”.
Eso es exactamente lo que el Evangelio hace en nuestra vida: nos anuncia que Dios nos acepta por completo (heterosexuales y homosexuales por igual), tal cual somos. Y cuando el Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, no dudamos en entregar lo que haya que entregar por amor y gratitud. Y cuando lo entregamos todo, encontramos un tesoro mayor que todo lo que teníamos o pudiéramos llegar a tener.
Jonathan Muñoz
Notas:
NdA: Procedente del blog 'Para cultivar un jardín'. Aquí es donde pienso en voz alta los cómo, por qué y para qué de cultivar el jardín donde Dios me puso. Dando especial atención a temas de espiritualidad, filosofía, teología reformada, Iglesia Presbiteriana, arte, política y humanidades en general. Sin descuidar las divagaciones, citaciones, recomendaciones y todas esas cosas que uno piensa y comparte por puro placer.
[Nota: Esta edición ha sido realizada por la Església Evangèlica Poblenou, de Barcelona, e incorpora algunas pequeñas modificaciones en cuanto al uso del castellano en España, realizadas con permiso del autor. Se pueden seguir los comentarios al autor en el enlace indicado más arriba. También se puede comentar escribiendo a [email protected]. Agradecemos al autor su permiso de hacer esta difusión.]
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