(Des)Hábito

Descalzándome de mis chanclas playeras apoyo los pies en el reposadero para arrodillarse del banco de enfrente. Pese a no hacerlo con osadía, me pregunto qué diría León X si levantase la cabeza y viese a un protestante sentado en la iglesia de un monasterio, con bermudas, camiseta de manga corta tipo deportiva y descalzo. Pero gracias a Dios, que utiliza el transcurso del tiempo para limitar nuestros ánimos entusiastas y nuestros egoístas deseos de permanencia, esta no es aquella época de indulgencias a cambio de monedas ni tampoco del extraño vicio de acusar la herejía con el único poder de las palabras.

Observo detenidamente como cada uno de los asistentes a la misa diaria de media tarde se arrodilla o reverencia de otra manera la imagen de la Virgen. Grande, barroca y encajada en un magnífico retablo de formas recargadas pero, al mismo tiempo, apariencia sencilla, su mirada quieta no parece apartarse de los feligreses que se acercan a venerarla. Pese a no compartir la iconoclastia ni tampoco la posición que se otorga a María, trato de comprender a todas esas personas que con fidelidad circulan por el pasillo central de la nave y con fe se postran ante ella. “¿Quién puede cuestionar la acción de culto por fe?”, me pregunto. Y mientras les veo pasar me doy cuenta de que están ejercitando su fe, al igual que yo la mía quedándome sentado y no yendo a adorar la imagen.

Los cantos gregorianos dan comienzo a la misa. Más adelante, durante las homilías (lo que en argot protestante sería la predicación), el monje encargado del parlamento ofrece una preciosa reflexión afirmando “que la Casa de Dios no se encuentra entre las paredes de un monasterio sino en el lugar en el que nos encontremos, dispuestos a servirle y ser luz”. Es mi primer día en el monasterio y todavía no sé que con este mismo hermano mantendré una conversación, justo antes de mi partida, sobre la riqueza de puntos de vista dentro del cristianismo y cómo debemos concentrarnos en lo que nos ha unido, por encima de todos nuestros esfuerzos en distanciarnos; Jesús. Dicha charla acabará con el padre Jaume (así se llama el monje) yendo a buscar una cita de Dietrich Bonhoeffer para anotármela en un trozo de papel. Aún lo conservo entre las páginas de mi Biblia: “No es el acto religioso lo que hace al cristiano, sino la participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo”.

El monasterio de Santa María de Solius se encuentra  rodeado por los bosques prelitorales de la zona centro-sur de la Costa Brava, cerca del pueblo de Santa Cristina d’Aro. Es un lugar tranquilo, más allá de la calma monástica propia. Después de los diferentes oficios que se celebran (para más información, leer el índice y el porqué de la estructura con la que Umberto Eco divide El nombre de la rosa), a los cuales asisto en su totalidad con la excepción de los dos primeros que tienen lugar de madrugada, resulta fácil dejarse llevar por el aroma forestal y adentrarse por los caminos que se abren entre las despeinadas copas de los pinos mediterráneos. Como para describir al detalle el mundo paisajístico del que me he rodeado necesitaría otro artículo aparte, y no quiero abusar de la buena voluntad con la que mis compañeros de Protestante Digital me han cedido este espacio, por este motivo he hecho un pequeño vídeopoema, titulado Tú Eres, plasmando la experiencia sensorial con la naturaleza de Solius, y que puede verse al final del texto.

En uno de estos paseos, sin saber cómo, acabo compartiendo ruta con otro de los huéspedes que se encuentran de paso por el monasterio. Compartimos experiencia, situación que nos ha llevado a encontrarnos allí y visión de Jesús. Un recuerdo agradable y curioso, puesto que el hombre había aceptado el evangelio en una comunidad protestante de la selva peruana. Finalmente, la figura de María le había hecho identificarse con el catolicismo. Una vez más insisto, cuán equivocados estamos cuando, como sociedad, afrontamos lo diverso y nuevo con sospecha, rechazo o violencia. Medito en toda la sangre que se ha derramado, sin hacer realmente falta, para que Jordi y yo podamos pasear ahora tranquilamente por el bosque.

A medida que pasan las horas de mi corta estancia en Solius me doy cuenta que me he (des)habituado. Sentado en una roca frente a una era de paja recién cortada; caminando por el arcén de una carretera secundaria (o terciaria, ya no sé), juntos a las espigas silvestres que crecen en los campos; escuchando con atención la lectura de fragmentos del libro Óscar Romero, bisbe dels pobres (Óscar Romero, obispo de los pobres), de Bernabé Dalmau, mientras comemos; o bien cenando al son de las notas de Bach. Me doy cuenta de que llegué al monasterio cansado por la inmediatez de una cultura confundida por el exceso de velocidad, donde cada vez se estrecha más el espacio para la reflexión detenida y el recuerdo de la memoria. Llegué con el hábito de la absurda idea de estar ocupado en todo momento para no perder tiempo, cuando el verdadero tiempo perdido es aquel cuya actividad no ofrece fruto alguno para la experiencia vital. Sentimientos que se solapaban con una sed por disfrutar de tiempo de retiro, de intimidad y soledad en mi relación con Dios.

Apenas tres días, y una inexplicable facilidad que siento a la hora de habituarme rápido a los lugares, han servido para desmitificar el ambiente monacal y gozarme observando cómo aquí también se adora el nombre de Dios. En tres días he conseguido hacer lo que no había podido en los últimos años. Sentarme a disfrutar del descanso que produce el análisis injustificado de la naturaleza. Sus formas, sus colores, su paz. Toda una ciencia en su gran y compleja harmonía. Y, sobretodo, me he deshecho un poquito más a mí mismo, a ese ser asustadizo por lo nuevo y melancólico a los cambios, gracias a la misericordia de un pequeño paréntesis en el transcurso de la rutina. Un auténtico contacto con el propósito de la adoración en un amplio abanico de diferentes aspectos: la diversidad, la tierra, la paz, el descanso, el silencio, la entrega, la intimidad. Una deconstrucción para el refuerzo de los hábitos que merece la pena cargar en vida.