¡Libérame, Señor!

Cuánta desdicha la mía intentar  buscarte donde sé que no estás. Intentar oírte en aquellas frases que tú nunca pronuncias.

Qué  torpe e ignorante   querer servirte  donde tú no me requieres.

¿Dónde estás Jesús mío cuando te busco y no te encuentro?

¿Dónde estás que no te veo?

Perdóname por no nombrar tu nombre. Por no dejar que tu ungüento sea un bálsamo sanador en  mi herida.

Perdóname por ser obstinada mujer que finge ser fuerte cuando bien sabe que sólo  es un soplo de vida creado por amor.

Perdóname   por  pretender desnudar el ayer para hacerlo presente sabiendo que todo lo pasado ya pasó, que cuando miro tantas veces atrás corro el riesgo de quedar convertida en estatua de sal.

Perdóname por mirar a través de mí y no dejar que tus ojos sean mis ojos, que tu mirada transforme mi forma de mirar consiguiendo que lo que veo sea renovado de manera sorprendente.

Señor, tú sabes quién soy, ante ti no finjo nada pues tú lo conoces todo.

Es en la soledad, en el silencio, cuando dejo al lado tanto monólogo y por fin callo  cuando brota tu voz y te oigo.  Te oigo en ese susurro apacible que tantas veces evito.

Entonces  comprendo que ya no estás entre la multitud, que has abandonado el valle y te has montado en la barca. Desde la otra ribera grito:

¡Libérame! 

Libérame señor de esta desmemoria, de este vacío que no permite ser llenado.

Liberarme de esta dolencia que  cruelmente azota haciéndome vagar por   una ciudad extraña ataviada por una piel que no reconozco.

Libérame de los temores, de la soledad que agota,  de las lágrimas que rocían  mis horas estallando entre mis manos cual perlas ataviadas de angustia.

Anhelo encontrar en  la tersura de tus manos  las caricias que han de mermar mi inquietud,, las palabras justas para hacer que los sones a los que atiendo queden mudos con el estruendo de tu voz.

Sólo tú puedes hacerlo Señor,  sólo tú sabes cómo hacerlo.