“Hoy no sólo no buscamos a Dios, sino que no buscamos nada”, dijo Álvaro Pombo sobre su libro “Quédate con nosotros, Señor, porque atardece”
“Hoy no sólo no buscamos a Dios, sino que no buscamos nada”, dijo Álvaro Pombo en la presentación de su libro “Quédate con nosotros, Señor, porque atardece” –que ahora publica Booket en edición de bolsillo–. Estas palabras del relato del camino a Emaús, en el Evangelio según Lucas, son toda una oración para alguien que ve que “la vejez es difícil, porque te enfrenta con lo que eres”.
El académico de la lengua es un autor popular, ganador de premios como el Herralde, el Planeta o el Nadal, pero escribe siempre a contracorriente. Es alguien extemporáneo, al margen de las inquietudes de la mayoría, aunque tiene una polémica faceta como militante del partido Unión Progreso y Democracia –donde parece también funcionar por libre, a raíz de la controversia que tuvo en la última campaña electoral–.
Es uno de los pocos escritores que en España se califica como cristiano, aunque sea heterodoxo. Es homosexual, pero contrario al movimiento y el matrimonio gay. Suele decir cosas raras, que la gente no entiende. Confunde mucho, pero a él no parece importarle. Es contradictorio. Va a lo suyo, ¡siempre fiel a si mismo!
Pombo es de Santander, pero estudió filosofía en Londres y Madrid, donde somos vecinos desde hace tiempo. Vive ahora solo. Ha cumplido hace poco, 76 años –unos días después que yo, el 23 de junio–. Coincidimos a veces en el kiosco de la Glorieta de San Bernardo, donde compra todo tipo de periódicos –como yo, independientemente de su ideología e intereses políticos–.
¿NOVELA CATÓLICA?
“Empecé a creer de niño, las creencias que se creían en mi época –dice Pombo–. Aunque hay un antes y un despertar del sueño por obra de la fe sobrenatural”. A nadie la tiene que sorprender esta novela –que califica de “católica” –, porque asegura: “siempre he declarado en público que estoy bautizado y que soy cristiano”. Aunque cree que: “ahora estoy examinando mis creencias desde una perspectiva nueva”.
El libro nos relata cómo se forma una comunidad trapense al sur de la Alpujarra de Granada, en los primeros años setenta, cuando “por todos lados florecían comunas y una espiritualidad difusa, sesentayochista, en parte heredera de los flower children y de influencias orientales no siempre seriamente entendidas”. Están a doscientos metros de un cortijo de la asociación evangélica Betel, camino de La Gorgoracha, donde intentan ayudar también, charlando con los toxicómanos.
El prior es un madrileño que estudió en la España de los cincuenta, “donde emergían el Opus y los Kikos, a la par en pos del cielo y reconquista del mundo temporal para Jesús”. Son “los tiempos de la teología del laicado, del padre Congar, de los hermanitos de Jesús, de los curas obreros y del elogio de la liturgia preconciliar, cuando se leía a poetas como Valverde o Panero y filósofos como Zubiri.
EL GRAN SILENCIO
Como en la reciente película documental alemana sobre unos cartujos suizos, estos hombres buscan “el gran silencio, la gran noche purgativa donde Dios, de algún modo, se muestra por el vaciamiento del yo para dar con un yo más interior a cada cual de lo que cada cual lo es a sí mismo”. Es en definitiva, el camino de la introspección.
En estos vericuetos internos, no es extraño que Dios se convierta a veces en “un referente inocuo, una cita citable, una no entidad, un no ser, una simple frase edificante que se vuelve sosa cuando le falta la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo”. De ahí la conexión entre tantas formas de misticismo.
El postulante lo compara con “El castillo” de Kafka, donde el agrimensor no consigue entrevistarse con el señor del castillo. Así uno se encuentra a menudo con su propia soledad y silencio. La atracción del convento, sin embargo, no es la huida del mundo sin más, sino el camino de la santidad. No es que se consideren puros y perfectos, ni quieran parecer mejores, sino que buscan alcanzar la bondad que viene de la gracia, por la que inconscientemente uno se olvida de si mismo.
JUICIO MEDIÁTICO
No son buenos tiempos para la vida monástica. Así que no son más que seis monjes y uno de ellos aparece ahorcado. El prior toma la decisión de ocultarlo, como si fuera una muerte accidental. Lo que pasa es que un antiguo compañero suyo es hoy un conocido periodista que sospecha su suicidio, comparando al convento con una secta.
Esta figura mediática ejerce un papel crítico, pero no es autocrítico. Hace siempre las preguntas con respuesta incluida. Sus entrevistas sólo sirven para confirmar lo que cree desde el principio. Se dedica a zaherir a estos frailes, que ve “acechados por las neurosis, las obsesiones compulsivas y el sentido de fracaso”. Para él, la experiencia religiosa no es más que “el espejismo divino”.
El enfrentamiento con la comunidad llega a la violencia, por ambas partes. Su humillación les da “conciencia de su insignificancia y de su estupidez”, por la que “se sienten diminutos como cucarachas”. Muestra así lo que Santa Teresa de Jesús dice cuando observa que “la contemplación mística no implica necesariamente un estado de gracia”. Ya que “podría resultar a veces, al revés, perjudicial y peligrosa”.
DUDAS DE FE
Abel se da cuenta que “creer en Dios y cumplir puntualmente con sus deberes monásticos no le iluminaba, el objeto divino seguía tan oscuro como siempre, pero daba sentido a su vida”. Puesto que le “ayudaba a vivir en un mundo ordenado desde afuera cuyas normas de circulación sabía de memoria y podía cumplir con toda exactitud”. El problema es que “cuanto más se callaba y cuanto más idéntico al yo que todos conocían trataba de ser, menos capaz se sentía de creer en lo que rezaba”.
Su muerte buscada intenta decir la verdad que siempre ha evitado, que “el hombre es un ser para la muerte” y esta es absurda, ya que “morimos para nada” –le confiesa la señora que acompaña a la condesa que les ha donado el caserío donde reside la comunidad–. Mientras ella duda de que Dios existe, él ha elegido “el dogma, la Iglesia, la sumisión, la negación”, para “trascender esta existencia”. Y se convierte en un buen asceta.
“Empecé a parecer lo que no era o mejor de lo que era o más pleno de lo que yo mismo me consideraba: empecé a ser para los otros más y más cada vez y menos a ojos de Dios, ante mí mismo, porque no había en mí raíz ninguna de verdadero amor, sólo arrogancia, sólo impaciencia”. La honestidad de este hombre despierta todas nuestras simpatías, frente al violento Raimundo, que estalla tras pensar que había dominado sus impulsos coléricos, despreciando los deseos e impulsos carnales. Aunque él mismo nos resulta al final tan patético, que sentimos también compasión por él.
UNA ORACIÓN
La clave para entender la novela –como ha dicho Pombo–, es que se trata de una oración. El libro comienza con el llamado apostólico a que “ya es hora de despertarse, la noche está muy avanzada y el día está cerca” (Romanos 13:11-12), para acabar con las palabras del Salmo 88 (87 para los católicos). La desesperación da lugar incluso a la conversión del escéptico, en un sorprendente final.
El tema clave de la obra es si es posible la vida religiosa fuera de la estructura de la Iglesia, incluso la oración individual frente a la institucional, la Iglesia orante frente a la politizada. Se pregunta con Lubac si es posible que “las necesidades de mantener el orden imponen a la Iglesia católica un aparato humano de gobierno que nada tiene que ver con la santidad del evangelio”. Por lo que “parece que la Iglesia vaticana, la cristiandad exterior, es menos fundamental y verdadera que la espiritual, interior”. Una parece “una creación humana”, mientras “la interior parece más verdadera, más profunda”.
Para Pombo, sin embargo, “no es posible creer solo”. Atribuye a Calvino, la idea de que la Iglesia puede subsistir sin apariencia visible. Hasta el personaje escéptico rechaza el luteranismo, que considera “pedir lo imposible”. Sea cual sea nuestra idea del protestantismo, no hay duda de que la Biblia nos presenta una visión realista de la vida. No intenta camuflar las dificultades, o tomar los problemas a la ligera. La oración en la Escritura no es una excusa para no pensar, intentando eludir un problema o una situación. El cristiano ve las cosas tal y como son, pero no se resigna.
EL CRISTIANO Y EL MUNDO
Durante siglos, cristianos han intentado abandonar el mundo, procurando separarse de la sociedad. Hablaban de la vida religiosa frente al amor al mundo (1 Juan 2:15), como si el mundo no estuviera también dentro de sus monasterios y conventos. Los evangélicos han intentado crear también una subcultura que les librara de la tentación y la seducción del mundo. En su mentalidad de capilla renunciaban a los entretenimientos, la política y las actividades sociales, pero ¿qué es el mundo para Juan?
El mundo no es, en este caso, la creación natural del mundo físico, tampoco el matrimonio o la familia, el trabajo o los negocios, el gobierno o la política. El mundo es la vida que excluye a Dios. Son deseos legítimos, pero incontrolados, falsos valores, por los que juzgamos según las apariencias. Es el ensalzamiento de uno mismo, que supone “la vanagloria de la vida” (v. 16), la ambición de tener éxito, aunque sea religioso. Esto es lo que el cristiano rechaza, ¿por qué?
Porque significa negar un amor mayor que el que el mundo nos ofrece, “el amor del Padre” (v. 15). Es negar la vida de Cristo, que rechaza la exhibición y las apariencias, siendo manso y humilde. Conocido como amigo de corruptos y prostitutas, Jesús fue un incomprendido. El cristiano no se gloría de otra cosa que la cruz de Jesucristo (Gálatas 6:14).
El mundo al que tenemos que renunciar, es esa realidad pasajera y efímera (1 Juan 2:17), que nos hace vivir como si esta fuera la única realidad posible. El honor que anhelamos no es el de los hombres, sino el de ser conocido por Dios, cuando nos diga: “bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25:21). Por eso decimos con Pombo que “entre ahora y la hora de la muerte nada habrá que sea más significativo que el nombre de Dios”.
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