Al borde del camino, bajo el cielo recién amanecido y nublado se hallaba el hijo ciego de Timeo sentado sobre sus piernas, dejando pasar la vida que no podía disfrutar. Cada mañana su padre le acompañaba del brazo y le dejaba en el mismo lugar por si tenía la fortuna de recoger algunas monedas que le ayudasen a subsistir. Aquél día sin sol y sin alegría no se encontraba con fuerzas para soportar más desprecios.
—¡Malditos! ¡Malditos seáis vosotros y vuestras generaciones venideras!, gritó agitando su vara.
Unos chiquillos sin nombre, de escasa edad y tan pobres como él bromeaban empujándole por la espalda, queriendo hacerle creer que le quitaban las pocas monedas que los apurados transeúntes dejaban junto a él.
—¡Eres ciego, eres ciego y estúpido y no nos puedes ver!, coreaban danzando y riendo a su alrededor.
Pero el canto improvisado de los niños y las quejas del ciego apenas podían oírse dos pasos más allá de donde estaban. Se había juntado mucha gente en la calle que conducía a las afueras de la ciudad. El motivo del barullo se debía a que Jesús de Nazaret y sus discípulos por ventura pasaban por allí, por Jericó y tanto los necesitados como los curiosos le seguían.
El hijo ciego de Timeo notó que algo sucedía pues, los niños, levantando con sus pies el polvo que le hizo estornudar, se alejaban para unirse al grupo. A una mujer que se aproximó para depositar su limosna, le preguntó qué sucedía y esta le dijo que el Maestro de la profecía se acercaba con sus amigos.
El clamor de la gente se hizo más claro en sus oídos. Nombraban al varón que hacía milagros y cuyas palabras calaban dentro de los que las escuchaban:
—¡Jesús, Jesús!, decían al unísono como si se tratara de una sola voz.
Al darse cuenta de quien era, no quiso dejar pasar la oportunidad y alzó su voz, no muy convencido de que pudiera oírle ya que eran bastantes los que exclamaban.
—¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! ¡Maestro, atiéndeme, acércate y ve mi desgracia! ¿Puedes curarme?
Al tratarse de un mendigo los transeúntes le mandaban callar con insistencia y autoridad. Era notable el vaho que salía de sus bocas debido al frío. No querían que Jesús perdiese su tiempo con alguien tan insignificante. Se sentían superiores y deseaban acaparar todo su tiempo. No obstante, el hijo ciego de Timeo, no se dejó amedrentar y gritaba con más fuerza aún desde el borde del camino donde se encontraba.
—¡No pases de largo como hacen todos los que dicen ser profetas de Yahveh! ¡No pases de largo! ¡Oye mi voz! ¡Mira mi necesidad! ¡Si has curado a tantos, dame la vista a mí también!
Le oyó Jesús porque quiso oírle y tuvo compasión de él. Detuvo sus pasos. Se volvió hacia él y pidió que se acercasen y lo trajesen. El estado de ánimo del gentío cambió y todos querían ser protagonistas, conducir al pobre ante el Maestro y aprovechar a su vez para quedarse en primera fila y ver que haría con él.
—¿También estás sordo? ¿No oyes que te está llamando?, levántate, no le hagas esperar, dijeron algunos.
El hijo ciego de Timeo, olvidó el dolor de sus huesos entumecidos por la postura y, tan rápido como pudo, se levantó de un salto dejando caer al suelo lo único que poseía para protegerse, su capa. A continuación estiró los brazos con la intención de que le condujeran. Los discípulos se hicieron a un lado para abrir camino y dejarle sitio. Los congregados se situaron formando un círculo. Jesús levantó sus manos como señal de que guardaran silencio. Entonces dijo:
—Hombre, ¿qué quieres que haga por ti?
—Maestro, contestó en evidente estado de nerviosismo, sin que apenas le saliesen las palabras, soy ciego y quiero recobrar la vista. Si tú no me ayudas nadie más podrá hacerlo.
Se oyeron algunas carcajadas burlonas. Siempre le habían conocido así y le menospreciaban. Ante la sorpresa de todos, Jesús, enternecido, adivinó los muchos sufrimientos que la falta de visión producía en él.
—Yo le ordeno a tus ojos que recobren la luz que produce la vista, que el sol ilumine tus pasos de día y la luna y las estrellas de noche. Y a ti te digo que de ahora en adelante verás la gloria de Dios a todas horas. Has creído, por eso has sido sanado. Ahora puedes irte a tu casa.
En el mismo instante sanó de su ceguera. El milagro estuvo acompañado de un intenso temblor que se apoderó de su cuerpo debido a la emoción. El prodigio ocurrió. Después de tantas oraciones sin respuestas, Yahveh tuvo misericordia. Lloraba. Volvió a por sus pertenencias mirando las caras de frente, queriendo identificar a cuantos le eran conocidos por la voz y aunque Jesús le dijo que podía marcharse, como uno más formó parte de la comitiva. Le siguió dando saltos y gritos de agradecimiento y de alegría, observando sin distraerse las palabras y el rostro del Maestro por dondequiera que iba.
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