El Señor nos llama a participar activamente en la construcción de una sociedad mejor, pero nuestras armas tienen que ser legítimas; hemos de renunciar al mercadeo y a la estrategia del asalto al poder.
El candidato termina la exposición de su programa electoral. Uno de los asistentes al acto, celebrado en el local de una iglesia, se levanta, ora y termina diciendo:
–Le declaramos alcalde de la ciudad.
Y a esta declaración sigue una lista de peticiones en favor de la comunidad evangélica. Me lo cuentan y no me lo puedo creer.
Es, sin duda, una nueva forma de hacer política que se extiende entre algunos creyentes, ornada de una liturgia que parece bíblica, pero tiene mucho de mundana. En primer lugar, liquida todo el proceso electoral: hace irrelevante el camino por el que cada ciudadano lee los distintos programas, reflexiona y toma una decisión responsable; ¿para qué, si ya el profeta ha declarado el resultado con la elección del candidato?
Claro, esto tiene un inconveniente: ¿Qué pasa si otros hermanos de la misma ciudad se reúnen con otro candidato y deciden igualmente declararle alcalde? ¡Vaya problema para el Señor!
Y otro potencial inconveniente: ¿Qué sucede si el electorado, en su contumaz ceguera, decide escoger a otro? ¿Cómo resolvemos esto, si nuestro candidato ya estaba declarado alcalde? Me temo que acabaríamos en los mismos ingeniosos requiebros teológicos de los testigos de Jehová cuando se ven obligados a explicar por qué no ha venido el fin del mundo en ninguna de las sucesivas fechas que han ido profetizando.
La “declaración” citada es una forma espuria –y definitivamente corrompida– de implementar el contrato social: “Señor candidato: nosotros le declaramos alcalde y a cambio usted se compromete con lo que le reclamamos”. La declaración así realizada tiene aspecto de liturgia espiritual, pero es un acto puramente mundano de verdadero mercadeo –aunque los beneficios reclamados parezcan legítimos–.
Lo que más me preocupa es la imagen pública que la sociedad adquiere así de nosotros: Éstos van de espirituales, pero en el fondo son como los demás, también juegan al “¿qué hay de lo mío?”.
No tengo duda de que el Señor nos llama a sanar a las naciones, no sólo a las personas, y nos llama a participar activamente en la construcción de una sociedad mejor, pero nuestras armas tienen que ser legítimas1; hemos de renunciar al mercadeo y a la estrategia del asalto al poder.
Para dirigirnos a la sociedad y a sus gobernantes hay que perder todo tipo de complejos de minoría, de anormalidad, etc. Pero hay que presentarse con coherencia, con fidelidad a lo que somos. Hay que prepararse con seriedad. Detrás de estrategias como la citada hay escasa reflexión bíblica y sobrada candidez.
Hay que recuperar el espíritu de Berea2: una estrategia espiritual puede sernos traída por el más reconocido predicador o profeta, pero no hemos de darle valor alguno hasta pasarlo concienzudamente por la criba de las Escrituras. Para lanzarnos ahí fuera, a la conquista de las naciones, no hay que ir muy lejos; hay que empezar por lo fundamental: volver a nuestras raíces, estudiar la Biblia con rigor, porque desde ella se levantaron todos los grandes pensadores y políticos protestantes que cambiaron Europa y América. Si leyésemos la Biblia con paciencia y rigor, la Palabra no nos dejaría caer en conductas irreflexivas como las citadas, y ganaríamos en credibilidad y eficacia en la conquista de la verdadera transformación social. Pero de eso hablaremos otro día.
1 1Ti 2.5
2 Hch 17.11
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