Lo peor es que aquellos que representan a la espiritualidad católica, su jerarquía, siguen sin abandonar su visión de que el país es suyo.
Vergüenza. Siento vergüenza de mi país. Es el único país, no sólo de Europa, sino el único país democrático en el que se podría celebrar una ceremonia de Estado por las víctimas de un accidente como el de Germanwings, que fuera una ceremonia confesional. Tenemos varios ejemplos, incluso en países de mayoría musulmana, y en tantas ocasiones la celebración ha sido multiconfesional. La verdad es que no es un problema de andar contando, ni siquiera preguntando, por la confesión que tenían los fallecidos o sus familias, eso no es lo relevante, porque al final habrá de todo, al final lo que cuenta son las personas.
Lo relevante es que se trata de una ceremonia de Estado y el Estado es aconfesional. El Estado no tiene una creencia como tal, la tienen los ciudadanos en particular. Las creencias, la espiritualidad, es algo de las personas no de los Estados. Los Estados de derecho se distinguen por su neutralidad en relación con las cuestiones de las creencias fundamentales. Un Estado de derecho nunca puede ser confesional. Es el Estado de los seculares, de los católicos, de los musulmanes, de los judíos, de los evangélicos, el Estado de todos. En un Estado de derecho todos los ciudadanos son iguales ante la ley y el Estado no prefiere ninguna creencia, aunque respeta todas las creencias y habilita un espacio en la plaza pública, porque la plaza pública también es de todos.
Llevamos demasiados siglos de este país alimentando hábitos que me avergüenzan, en el que cada uno construye sobre la destrucción de la memoria del otro. Somos un país de memoria herida, somos una España invertebrada, porque el país se construye los unos contra los otros. Es un país vergonzoso porque el país se ha construido monopolizando la creencia pública por parte de la jerarquía católica en contra de todos los que no lo son y se ha utilizado el Estado de todos para reprimir, callar e incluso eliminar físicamente a los que no eran de su religión. Es un país vergonzoso porque aún en el día de hoy el laicismo pelea por excluir de la esfera de lo público a todo el que tenga una convicción espiritual agitando los harapos del anticlericalismo. En un país de pensamientos únicos, de espiritualidades enfrentadas, donde una sola puede existir y hoy parece que es la espiritualidad del laicista la única con derecho a lo público. Es un país vergonzoso porque está construido a través de la patrimonialización de lo público, en el que el sueño de cada uno es vencer para expulsar al otro y construir su coto ideológico particular.
Lo que me sabe peor no es la vergüenza, es la desvergüenza. Lo peor es que aquellos que representan a la espiritualidad católica, su jerarquía, siguen sin abandonar su visión de que el país es suyo. Siguen en su sueño de la añoranza de lo que fueron y no van a volver a ser más. Siguen en su sueño de los buenos y felices días en los que ser español era ser católico. Aún no se han dado cuenta del fin del constantinismo, esa alianza entre el poder espiritual y el político, les daba cobertura ideológica a unos y poder temporal a los otros. Como siguen en su sueño no se dan cuenta de que la gente les abandonó hace mucho y todo su intento es tratar de salvar los muebles en medio del naufragio, instalarse en la trinchera para evitar ser desalojados, parapetarse para aparentar que somos más, ocultarse tras unas estadísticas que sólo reflejan que quedan los estandartes, pero que no hay nadie sosteniéndolos. Ocupar espacio público para que parezca que somos más.
La desvergüenza es doble, es la de nuestros representantes políticos, que no son capaces de asumir lo que son, los representantes del pueblo, de todo el pueblo. Los representantes de un Estado que no tiene confesión como tal Estado, aunque sí la tienen sus ciudadanos. Y la desvergüenza de una confesión, la católica, que no debería permitir algo que su ética debería rechazar. No es por los demás, es por ellos mismos, por lo que la jerarquía católica no debería permitir un nuevo acto de Estado celebrado como una ceremonia católica. Los ciudadanos tienen sus convicciones. Cada uno de ellos puede luego celebrar un acto memorial, si no lo han celebrado ya, según sus creencias o sus increencias. Pero no me puedo creer, siento vergüenza, de lo que veo en este país que no siente como suyo al diferente, al secular, al laico, al judío, al musulmán, al evangélico, etc.
Al fin, siento vergüenza de que para acallar la mala conciencia, sabiendo todos que está mal lo que estamos haciendo como país, colocamos a unos pobres musulmanes, a unos pobres judíos y a unos pobres evangélicos a que actúen de palmeros, a ser la comparsa, a funcionar como justificación y muleta de la insensibilidad y de la desvergüenza, a legitimar lo ilegitimable.
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