El Evangelio de Marcos: el Dios que desciende (1: 40-45)
La enfermedad más terrible en la Biblia es la lepra. No deja de ser significativo, por ejemplo, que entre los cometidos que Jesús asignó a los apóstoles estuviera precisamente el de “limpiar a los leprosos” (Mateo 10: 8).
La palabra lepra designaba, al menos, tres clases de enfermedad.
La primera era la lepra nodular o tubercular. En las articulaciones se producían letargia y dolores para aparecer, a continuación, manchas en la espalda. Luego surgían pequeños nódulos – al principio, rosados y luego marrones – en las mejillas, nariz, labios y frente. En poco tiempo, la cara y el cuerpo quedaban destruidos; la voz enronquecía y el paciente pasaba a ser una masa de úlceras. Al cabo de nueve años y de un deterioro mental creciente, el leproso moría.
El segundo tipo de lepra era la conocida como anestésica. Sus estadios iniciales eran semejantes, pero los nervios se veían afectados hasta tal punto que las quemaduras no ocasionaban dolor al enfermo. Sin embargo, era bastante común que los pies y las manos acabaran cayéndose. El paciente podía vivir en ese estado entre veinte y treinta años.
La tercera clase de lepra era una mezcla de los dos tipos mencionados.
En la época de Jesús, la lepra era una enfermedad muy corriente en Palestina aunque la palabra “tsaraat” contenida en el libro del Levítico capítulo 13 no sólo designaba a la lepra propiamente dicha sino también a enfermedades cutáneas como la psoriasis, a distintos tipos de hongos que afectaban a la ropa y a parásitos que afectaban la madera y la piedra de las casas.
Padecer lepra significaba:
1. Sufrir el alejamiento de otros seres humanos
2. Vivir solo – a lo sumo con otros leprosos – en descampado.
3. Caminar con ropas desgarradas, cabeza descubierta, una cobertura sobre el labio superior y gritando: ¡Impuro! ¡Impuro!
A decir verdad, ser leproso equivalía a una muerte en vida.
EL LEPROSO QUE SE ACERCÓ A JESÚS
1. Demostró valor. Podía haberse llevado más de una pedrada en su intento de acercarse a gentes que no padecían su terrible enfermedad. Existía un riesgo, pero decidió enfrentarse con él.
2. Formuló una afirmación. No acudió a Jesús a ver si tenía suerte y recibía alivio en su dolencia. Por el contrario, afirmó desde el principio en lo que creía. Creía que Jesús podía curarlo, pero tenía que querer hacerlo.
La respuesta de Jesús fue de una claridad innegable.
1. Actuó movido por la compasión – un término griego que indica que las entrañas se conmueven ante la vista de una necesidad (v. 41). En Jesús no operó, por ejemplo, el deseo de que su acción ganara adeptos para su grupo o de que llovieran donativos para el santuario que se crearía en el lugar de la curación. Todo aquello estaba muy apartado de su ánimo. Actuó porque sintió compasión hacia aquel hombre.
2. Extendió la mano y tocó al leproso. Podía haberlo curado con una simple orden verbal como en otras ocasiones, pero Jesús sabía la importancia de ese contacto para un leproso. Durante años, quizá décadas, aquel hombre no había percibido contacto humano alguno. A lo sumo había visto las manos de sus semejantes como un instrumento para alejarlo de su presencia o lanzarle piedras. Ahora, Jesús lo devolvía a un mundo del que había sido expulsado mucho tiempo atrás.
3. Respondió. Jesús habló y habló al corazón del leproso. No gritó, no lanzó consignas, no leyó una fórmula de un libro, no le arrojó agua bendita. Simplemente, le dijo que quería que curara y dio la orden de que quedara limpio.
Es curioso el verbo –kazaridso– que Marcos emplea para describir esa limpieza y el empleo que tiene a lo largo del Nuevo Testamento, pero de eso hablaremos otro día.
Continuará
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