Jueces es el libro de la sociedad extraviada, en la que “cada uno hacía lo que le parecía bien” y en la que todo acababa muy mal hasta que se volvía clamando a Dios.
El final del libro de Josué dejaba establecido en la Tierra prometida a Israel. Sin embargo, tras la muerte de Josué la trayectoria de los israelitas distó mucho de ser ejemplar.
De hecho, la dinámica histórica establecida por el libro se percibe claramente en la fórmula “hicieron, por lo tanto, los hijos de Israel lo malo ante los ojos de YHVH y olvidaron a YHVH su Dios y sirvieron a los baales y a las imágenes de Asera. Y la ira de YHVH se encendió contra Israel, y los entregó en manos de…” (Jueces 3: 7-8) que con las variaciones de cada ocasión aparece en 4: 1-2 o 6: 1.
El pacto de Dios con Israel no era incondicional ni permitía a los israelitas hacer lo que buenamente deseaban. Por el contrario, arrojaba sobre ellos una gran responsabilidad. Si no se comportaban tal y como era digno del pueblo de Dios y, por ejemplo, se entregaban al culto a las imágenes sólo podían esperar que Dios los dejara a merced de los enemigos que los rodeaban.
Enfrentados con esas terribles crisis periódicas, los israelitas clamaban a Dios y entonces, sólo cuando se volvían hacia El, recibían la ayuda de un personaje concreto.
Este personaje en cuestión tenía una designación que resulta más que significativa. No era un rey, no era un caudillo, no era un dirigente. Era un juez y tiene lógica porque ninguna sociedad puede discurrir adecuadamente sin justicia y sólo alguien que en verdad aplica la justicia puede servir de baluarte de esa sociedad contra sus atacantes.
Jueces es un gran libro que, ciertamente, nos proporciona datos sobre el Israel posterior a Josué y anterior a la monarquía y que nos narra maravillosas historias que aún todavía pueden excitar nuestra imaginación.
Sin embargo, hay mucho más en sus líneas.
Lamentablemente, no son pocos que sólo conocen el libro de los Jueces por algunos de sus personajes más llamativos como Sansón o Gedeón. Pero el texto encierra muchas joyas que se pasan por alto.
Por ejemplo, establece que el pacto de Dios e Israel se sustenta en la obediencia y no en la predilección.
Por ejemplo, deja bien claro que el ejercicio de la autoridad espiritual no es cuestión de sexo y así podemos ver en ejercicio a una profetisa llamada Débora (Jueces 4: 4).
Por ejemplo, señala con una lucidez que pocas veces ha sido tan clara que sólo los muy estúpidos y ambiciosos desean mandar ya que lo verdaderamente útil y sensato es que uno haga aquello para lo que verdaderamente está dotado por la naturaleza (parábola de los árboles que buscaban rey en Jueces 9: 8-15).
Confieso que este último pasaje –del que me he hecho eco en muchas ocasiones- ha sido regla fundamental de mi andadura desde hace décadas y que veo en él una lección que por si sola mejoraría la vida de las sociedades si se llevara a la práctica.
Y es que, al fin y a la postre, Jueces es el libro de la sociedad extraviada. Como señala Jueces 21: 25, una sociedad en la que “cada uno hacía lo que le parecía bien” y en la que, obviamente, todo acababa muy mal hasta que se volvía clamando a Dios.
Esa sociedad que se olvida de Dios, que practica una religiosidad supersticiosa consistente, por ejemplo, en rendir culto a pedazos de madera o de metal, que se queja cuando sus vecinos se la comen a pedazos se parece no poco a la nuestra.
Precisamente por ello, las lecciones de Jueces resultan especialmente acuciantes: sólo cabe esperar ayuda de Dios y sólo cabe vivir dando lo mejor de nosotros y volviendo la espalda a necias ambiciones.
Lecturas recomendadas: La historia de Gedeón (capítulos 6 y 7); la fábula de los árboles que buscaron rey (9: 8-15); la historia de Sansón (capítulos 13 – 16); el desplome moral de Israel (Jueces 21).
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