Estamos asistiendo en España a un intento, por parte de algunos, de derribar el prestigio que tiene lo que sucedió tras la muerte de Franco.
Entre las maneras que existen para denostar a algo o a alguien una de las más corrientes y directas es el insulto, si bien suele ser un arma que se vuelve en contra de quien la utiliza de forma reiterada. Además, con el insulto sucede como con las drogas, que una vez que alguien se habitúa a ellas ya no puede pasar sin su uso. Y aunque el insulto pretende acabar de un solo golpe con el adversario de forma contundente, fácil e irrebatible, su punto débil consiste en su falta de argumentación, que hace que el adversario salga incólume intelectualmente, aunque ofendido, del ataque.
Pero aparte del insulto, otra forma de descalificar es la utilización de fórmulas más elegantes y subliminales, que consisten en la elección de palabras cuidadosamente escogidas que tienen una carga peyorativa, que se abre paso fácilmente en la mente, dejando un poso de desconfianza y recelo hacia lo señalado, que es el objetivo que se persigue con ellas.
Estamos asistiendo en España a un intento, por parte de algunos, de derribar el prestigio que tiene lo que sucedió tras la muerte de Franco, cuando ante las tres posibilidades que se abrían entonces, se escogió la que ha demostrado ser la mejor. Esas tres posibilidades eran el continuismo, que tenía sus valedores, pero que significaba alargar un sistema inviable; la ruptura, que también tenía sus partidarios, pero que representaba volver a las soluciones por la tremenda que tanto sufrimiento trajeron en el pasado; y la vía media, en una transición pacífica y consensuada a la democracia. Esta solución quedó plasmada en la constitución de 1978, que es la vigente. Su utilidad y beneficio han quedado demostrados en los treinta y tantos años que han pasado desde entonces.
Pero con la crisis económica y la corrupción, cabalgando al unísono, han aparecido quienes proponen soluciones extremistas, que no consisten en señalar que tal o cual factor es preciso corregirlo o cambiarlo, sino que hay que poner todo patas arriba, porque lo que está mal no es esto o aquello, sino el todo en conjunto. Para esta solución, el problema no es fulano o mengano, ni tal o cual partido político, sino el sistema mismo. Y para demonizar al sistema se ha acuñado la expresión "el régimen de 1978".
Y aquí es donde la elección de la palabra "régimen" no es casual, al tener una carga denigrante. Históricamente se habla del "antiguo régimen", para referirse al estado de cosas previo a la Revolución Francesa, con el sistema monárquico absolutista imperante. Era un régimen de tiranía, abuso y opresión. Más cercano a nosotros en el tiempo está la referencia al "régimen franquista", que liquidó cualquier atisbo de libertad durante cuarenta años. También es el método para referirse al "régimen fascista" de Mussolini, por ejemplo. A esta nomenclatura no escapan los sistemas de corte marxista, hablándose del "régimen comunista" que imperó setenta años en Europa oriental o del "régimen castrista" actual en Cuba. En todos los casos el término tiene siempre en común un profundo matiz de reprobación, matiz que se corresponde con la realidad de tales regímenes. Los enemigos de los tales usan profusamente el vocablo "régimen" para caracterizarlos.
Pero lo nuevo en el uso de la palabra "régimen" para lo sucedido en España en 1978 radica en que se aplica a algo que, lejos de ser dictatorial o totalitario, es precisamente lo contrario, ya que entonces se dio a luz un sistema democrático, homologado con las otras democracias que ya eran una referencia incontestable. Ahora bien, si lo de 1978 era democracia ¿a qué viene denominarlo "régimen de 1978"? ¿Querrán vendernos la idea de que aquello, que es lo vigente ahora, no fue democracia? Y si no fue democracia ¿qué fue? Solamente hay una palabra que responde a esta pregunta.
Por eso me temo que detrás de este metalenguaje se esconde un intento de manipular los hechos históricos para presentarlos de otra manera, especialmente a las nuevas generaciones, de modo que se pueda derribar lo existente al meterlo previa e interesadamente en el molde de "régimen". Pero quienes emplean estas artimañas se retratan a sí mismos, porque significa que su intención es, precisamente, echar abajo la democracia para instaurar un "régimen", su "régimen", del cual habrá que huir a la carrera, como de los otros que ha habido y que hay.
Lo último que necesita España son extremismos y extremistas, del tipo que sea, porque el currículum que tienen a sus espaldas en nuestra historia, y en las de otros países, no puede ser más letal para la convivencia.
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