La idea de que el hombre es bueno, aunque las evidencias muestren lo contrario, es una de las grandes falsedades del pensamiento contemporáneo.
"Los monstruos existen, pero son pocos en número, para ser verdaderamente peligrosos. Los más peligrosos son las personas normales, funcionarios dispuestos a creer y actuar, sin hacer preguntas", dice Primo Levi, el escritor judío italiano, que se suicidó en 1987, después de sobrevivir a Auschwitz.
Otro italiano –relacionado también con Alemania–, Giulio Ricciarelli, ha llevado al cine, la historia de un fiscal obsesionado en demostrar los crímenes perpetrados por los nazis en Auschwitz. La investigación del proceso que desencadenó el juicio celebrado en Frankfurt en 1963, se convierte en un laberinto –el título original de la película, traducida en español, como conspiración–, cuyo eje principal es el silencio, aquello sobre lo cual, nadie quiere hablar.
Son “los verdugos voluntarios de Hitler”, que llama Daniel Goldhagen en su libro de 1996, acerca del apoyo del ciudadano común de Alemania al Holocausto. Tras la guerra, todos decían que no sabían nada de lo que estaba pasando. ¿No sabían, o no querían saber? Más de una década después de que los soviéticos entraran en Auschwitz, el nombre de este lugar de Polonia, todavía no le decía nada al alemán medio.
CUENTAS PENDIENTES
Hurgar en el pasado reciente, es una tarea incómoda, para muchos. ¿Quién no tiene cuentas pendientes en su vida? Al ocultarlas, acabamos pensando que aquello nunca ocurrió. Tal vez, fue sólo un mal sueño. El peligro de la negación continua, es que terminamos creyendo nuestras propias mentiras.
Cuando a finales de los años cincuenta, el fiscal general del Estado de Hesse, Fritz Bauer –un social demócrata de origen judío– comienza la investigación para sentar en el banquillo a los responsables del campo de exterminio, fiscales como Gerhard Wiese de la Audiencia Provincial de Fráncfort –que ahora tiene 86 años–, todavía pensaban que era “propaganda rusa”.
Lo que le preocupaba a la gente, después de la guerra, era la comida, la calefacción y el trabajo. Alemania era un país destruido. La población estaba aturdida. Se había iniciado la reconstrucción y estaban en pleno milagro económico. Nadie quería enfrentarse al pasado reciente. Ni los aliados del canciller Adenauer, pensaban que hacía falta otro juicio, después de Nuremberg. Fue un periodista, Thomas Gnielka, quien entregó a Bauer, unos documentos de las SS, donde aparecían los nombres de los que habían matado a tiros a los prisioneros del campo.
Veintidós miembros de las SS, fueron llevados a juicio en Fráncfort en 1963. La mayoría fueron condenados a penas de entre tres y catorce años de cárcel. Sin embargo, Bauer no lograr capturar a hombres como Mengele, el médico responsable de algunos de los atroces experimentos humanos, que se hicieron en Auschwitz. Argentina le había dado asilo, pero de allí se marcho a Paraguay, donde se le perdió la vista, hasta morir en Brasil en 1979.
¿DE QUIÉN ES LA CULPA?
El acierto de este film –estrenado en el setenta aniversario de la liberación de Auschwitz–, es que nos enfrenta a la realidad del mal, desde la iniciación a la vida de un joven, que como en "El lector" –la novela del jurista, que interpretó Kate Winslet, cuya revelación final se produce en este mismo juicio–, se da cuenta de las barbaridades que el ser humano puede llegar a hacer.
“La conspiración del silencio” es en este sentido, una especie de “bildungsroman” –una historia de aprendizaje–, que retrata la transición de formación a la vida adulta de un personaje, que es la combinación ficticia de tres fiscales. La tarea no fue fácil. El joven Johann se enfrenta a la reticencia de fiscales como Walter Friedberg, que dudan si “¿tan importante es que todos los alemanes se pregunten si su padre fue un asesino?”
Al joven, como al protagonista de esta historia –o tantos otros en la actualidad–, siempre le parece que la corrupción está en los demás –la “casta”, diríamos en el actual lenguaje político español–. Al ser de los fiscales más jóvenes, Johann no ha ido a la guerra, por no tener edad suficiente. Se dedica por eso, sólo a delitos de tráfico, hasta que descubre a un superviviente de Auschwitz que ha reconocido a un antiguo guardia, convertido ahora en maestro de primaria. Piensa que es un caso aislado, hasta que empieza a reconocer la verdadera extensión de la epidemia.
"¿Quiénes son los sospechosos?", le pregunta su asistente. "¡Todos!", le contesta el fiscal. Es la universalidad del pecado, sobre la que nos habla la Biblia: "no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno" (Ro. 3:12). Mientras sigamos excusándonos, seguiremos perdidos en este laberinto, cuya única salida, viene cuando nos enfrentamos a la palabra de verdad, que rompe este silencio. Porque “la enfermedad –como dijo un poeta de la posguerra–, no estaba en Alemania, sino en el alma”.
Dice Javier Cercas que “sería maravilloso que Hitler y su camarilla de paranoicos fueran extraterrestres, porque estaríamos salvados”. El autor de “El impostor” cree que “tenemos el deber de entender a Hitler y comprender que era también un ser humano”. Comprender no es justificar, sino enfrentarse a “el corazón del problema: entender que todos podemos llegar a cometer barbaridades”.
LA BANALIDAD DEL MAL
Es “la banalidad del mal”, sobre la que habla Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén” (1963). Cuando la filósofa se fue de Alemania, todavía no habían puesto en marcha los nazis, “la solución final”, para exterminar a los judíos. Al ser capturado en Argentina, el responsable del transporte a los campos, la pensadora judía quiere ver al criminal cara a cara. Y se ofrece a la prestigiosa revista New Yorker, para seguir el juicio en Israel.
Cuando observa, día tras día, al oficial nazi, considerado como uno de los “arquitectos del Holocausto”, se asombra de ver a alguien “completamente normal –más normal de cualquier forma que yo, después de examinarle”, dice un psiquiatra en el juicio–. Hannah se queda atónita, al descubrir que uno de los responsables de uno de los mayores crímenes de la humanidad, “no era un monstruo, sino un payaso”.
En la película de Von Trotta vemos a una Arendt, dominada por la soberbia, como el protagonista de “La conspiración del silencio”. Ya que está es una historia de ambición, tanto como de idealismo. En su celo justiciero, Johann se empeña en perseguir a Mengele. Descuida a su encantadora novia, para seguir su cruzada en busca de un doctor, que no fue sino uno más de los médicos responsables de aquellas barbaridades. Ni el peor, ni el más sádico.
Su celo justiciero recuerda al personaje de la novela de Ira Levin, inspirada en el caza-nazis Simon Wiesenthal, “Los niños del Brasil” (1976), interpretado por Laurence Olivier en la película que dirigió Franklin Schaffner, dos años después –donde Gregory Peck hace por primera vez, el papel de malo, representando a Mengele–. Nos hace pensar también en el periodista que interpreta John Voight en el film basado en el libro de Frederick Forsyth, “Odessa” (1972), que persigue al “Carnicero de Riga”, hasta descubrir los lazos de su propia familia con el capitán de las SS, Roschmann.
NUESTRA ÚNICA ESPERANZA
El filósofo judío español Gabriel Albiac nos recuerda que “los nazis eran hombres” como nosotros. La idea de que el hombre es bueno, aunque las evidencias muestren lo contrario, es una de las grandes falsedades del pensamiento contemporáneo. Aunque nos cueste aceptarlo, no somos buenos. Como dice el darwinista Michael Ruse, “¿cómo puede alguien pensar de otra manera?, cuando el pueblo más avanzado y civilizado del mundo –el pueblo de Beethoven, Goethe y Kant– abrazó al asqueroso Hitler y participó en el Holocausto”.
Nos guste, o no, el diagnóstico de la Biblia no puede ser más acertado. La humanidad tiene un problema básico, que la Escritura llama pecado. Es un mal radical, que está en la raíz misma de nuestra existencia. Nos acompaña desde que venimos a este mundo (Salmo 51:5). Y no nos podemos librar de él, por mucha educación que tengamos. Da igual lo que digamos. “No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). No hay excusa posible.
Si somos salvos, no es por nuestra propia justicia, sino la de Cristo. No hay otra esperanza que en la sangre del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (1 Juan 1:7). Es la voz que clama en el desierto y rompe la conspiración del silencio, cuando nos arrepentimos y volvemos a Aquel que nos limpia de toda maldad.
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