Nadie se puede quedar impávido ante más de dos millones de personas de todas las ideologías que se han manifestado con madurez, templanza y coraje.
Los que hemos contemplado desde fuera el 9-N debemos preguntarnos cómo se han sentido los catalanes que han votado, estemos o no de acuerdo con ellos. Mi hermano Lluc me escribe y dice que ha ido a votar recordando Fil 4.8, en la conciencia de que estaba haciendo algo verdadero, honesto, justo, puro, amable, de buen nombre y digno de alabanza.
Analicemos desapasionadamente lo que acaban de hacer los catalanes: primero les prohibieron el referendum y después la consulta; después amenazaron con perseguir penalmente a su presidente, a su gobierno, a sus funcionarios, a los directores de los colegios en donde se iba a votar –y tengo constancia directa de ello–, a los voluntarios; y cuando aún así decidieron seguir adelante, les intentaron ningunear diciendo que esa consulta era ilegal y no valía para nada.
Frente a esto, buena parte de los catalanes ejercieron la desobediencia civil de forma colectiva, se enfrentaron pacífica, pero contundentemente a las instancias políticas y judiciales españolas, mostraron más madurez democrática que el goberno que les amenazaba e hicieron ejercicio de su derecho de expresión en paz, sin algaradas, sin ira, con emoción, con convicción.
Nos dijeron que estaban todos manipulados por la propaganda nacionalista, pero después de su comportamiento cívico del 9-N, ¿hay alguien que se atreva a mantenerlo? No han sido los políticos los protagonistas, sino la sociedad civil. Uno puede ser nacionalista o no, pero nadie se puede quedar impávido ante más de dos millones de personas de todas las ideologías que se han manifestado con madurez, templanza y coraje. No se puede decir que aquí no ha pasado nada; seguro que no tiene efectos legales, pero ¿acaso no tiene profundos efectos políticos? ¿Y se va a poder parar esto?
¿Qué les ha pasado? ¿Por qué quieren irse? ¿Se han vuelto locos? Pues son sin duda los más cerebrales de la Península. En vez de escudarse en la visceral catalanofobia, el pueblo español –no sólo su gobierno– debe preguntarse cómo y por qué hemos llegado hasta aquí. Y ya no valen los patrioterismos vacíos ni los dogmas; es inútil seguir enrocado en el “no es constitucional”: hay que presentar un argumentario, decir algo políticamente consistente más allá del dogma de la sagrada unidad de España, porque los creyentes sabemos que ni la nación española ni la catalana son sagradas.
Debemos agradecer al pueblo catalán su consistencia en la defensa del derecho a expresarse democráticamente, porque su gesta puede ayudar a abrir una nueva forma de relaciones en el estado. En efecto, tenemos ahí el prohibido referendum canario, ¿y acaso es justo que los representantes de Albacete o León decidan que Canarias tiene que asumir los efectos de las prospecciones petroleras frente a sus playas? Pues la respuesta del gobierno ha sido la misma.
La democracia es algo más que la doctrina que sienta ese poco legítimo Tribunal Constitucional, con su vergonzante dependencia política. La democracia no se defiende con dogmas ni amenazas; la constitución da pie a una más directa y libre expresión de la sociedad y de los pueblos, si hay voluntad política de permitirlo.
Los creyentes debemos defender el derecho de todo individuo y colectivo a expresarse en libertad: Dios es absolutamente soberano y, sin embargo, asegura la libertad de cada uno de manifestarse y definirse en libertad. Los creyentes debemos también defender el diálogo como instrumento de resolución de conflictos, un diálogo que procese civilizadamente y con voluntad de acuerdo las tensiones que se avecinan entre España y Cataluña, pero también dentro de Cataluña; si lo sabemos hacer, ayudaremos además a construir una Europa más democrática y más cercana a la realidad de sus pueblos.
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